Indio Solari en Olavarría: Adieu! Bye Bye!

Es amo de resacas
surfeando avalanchas
(sabe que la vida es corta)

No fue con el diario del lunes, durante el viaje a Olavarría supe que iba a ser la última vez que iba a ver al Indio. Trescientos cincuenta y tres kilómetros de ruta separan la Capital Federal de la ciudad en la que en agosto de 1997 fue suspendido por orden judicial el recital de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota que derivó en la única conferencia de prensa de la banda en toda su historia. Diez horas arriba de un auto –lluvia y ruta doble mano mediante- para hacer un viaje que debería durar menos de la mitad son las suficientes para que el sentido que uno encuentra en ciertas cosas se empiece a desdibujar. Sobretodo, cuando lo que más importa sigue siendo la música.

Nueve años atrás, la primera vez que fui a ver al Indio en Tandil, éramos 50 mil personas, 1/6 de la cantidad de asistentes al recital del sábado si se toma como base el número de 300.000 espectadores que es aún dudoso. Me cautivaron los cantitos, las bengalas (desde ese día asocio la canción “To beef or not to beef” al color lila), el público variopinto, la fuerza arrolladora.

Después vinieron los dos shows de igual convocatoria en el Estadio Único de La Plata que quedaron registrados en el DVD Indio: La película (2008), y de ahí en adelante todo fue in crescendo, la calidad del sonido en el mejor de los casos y el número de concurrentes a pasos agigantados. Pero lo que nadie dice (muy especialmente los medios de comunicación, simplemente porque no tienen idea de lo que están hablando) es que si toda esta locura hubiera terminado hace exactamente un año, el 13 de marzo de 2016 en el Hipódromo de Tandil, el montaje final hubiera sido entre laureles. Allí, con 200.000 asistentes, una banda que es un verdadero dream team del rock argentino, una lista de temas soberbia para cualquier seguidor de Solari y equipos de sonido estadounidenses alquilados luego de la gira de los Rolling Stones, el Indio pudo ofrecer un recital a la altura de un público respetable. Esta vez, simplemente ocurrió todo lo contrario.

No formo parte de la cultura del aguante, y sin embargo, no puedo negar que me atraiga. Me gusta tomar cerveza desde las 9 de la mañana un día de fiesta, como fue hasta ayer para todos nosotros ir a ver al Indio. Me gustan los cantitos sobre copar la luna, sobre todo hasta el momento en que no eran tan literales. Me gusta la euforia compartida con personas que no viven en mi barrio, ni fueron a mi colegio, ni son amigos de mis amigos: compartir una experiencia sentimental con extraños (“En los extraños / puedo hallar, puedo ver / el fulgor de lo imaginario”). Pero no formo parte de esta cultura porque en mi vida eso es la excepción y no la regla: es el permitido del año, la celebración del límite de los cuerpos (y no sólo referido a los excesos, sino a cuánto viajas desde que salís de tu casa, cuántos kilómetros caminás y un infinito etcétera). Así y todo, si hasta el sábado ningún recital del Indio había terminado en tragedia es gracias a todos nosotros (incluidos, por supuesto, los aguantadores de profesión). En cambio, si siempre hubo una sensación de estar viviendo un equilibrio muy frágil fue porque las condiciones de seguridad nunca fueron las apropiadas, lo cual significa que prácticamente todo quedaba librado a la buena voluntad de 100, 200 o 300 miles de personas. Sabemos que basta con que un grupo muy pequeño de personas se equivoque para que miles sufran las consecuencias. En este caso, los que se equivocaron además son todos aquellos que debían garantizar la seguridad de todos.

Hasta cierto punto siempre naturalizamos ciertos permisos a la moral y las buenas costumbres que se tomaban en los recitales del Indio: que la policía no intervenga y que dejen ingresar gente sin entradas, dos requisitos para no incitar los disturbios. Sin embargo, esta vez toda esta bonanza fue en exceso. Al momento en el que ingresé al predio no nos cortaron las entradas y tampoco revisaban las mochilas, lo cual explica el uso de bengalas durante el show, entre ellas bengalas navales, del mismo tipo de la que mató a Miguel Ramírez en un show de La Renga en 2011. Además, durante el recital no divisé puestos de la cruz roja, más allá de que seguramente los hubiera, ya que vi pasar a un grupo de voluntarios de rojo transportando a un hombre en camilla. No corrieron la misma suerte varios otros desmayados a los que amigos o familiares cargaban sin saber bien a dónde los tenían que llevar para sacarlos de la multitud.

La falta de señalización fue otra constante que también ocasionó un verdadero caos al terminar el recital, cuando las supuestas 300.000 personas intentaban abandonar el predio La Colmena al mismo tiempo. Sufrí empujones y miedo y presencié llantos y ataques de pánico mientras funcionábamos como una masa a la deriva. Otro dato que parece no haber sido lo suficientemente tenido en cuenta es que además de ser el recital más convocante del Indio era la primera vez que el evento se hacía en Olavarría. En Tandil, donde ya había tocado cuatro veces, la gran mayoría del público ya estaba familiarizado con los accesos y salidas del hipódromo. Ante el desconocimiento del lugar y la falta, no sólo de carteles sino de personal que ayudara a la gente a salir del predio, abandonar el mismo fue una injustificable odisea.

Escribí más de 900 palabras y todavía no mencioné a la famosa avalancha. De la misma no puedo decir prácticamente nada porque no pude pasar mucho más delante de la Torre 1 (la más cercana al escenario). Todo lo que supe en el momento es lo que dijo el Indio, pero por su nerviosismo, su evidente incomodidad con el recital y las eternas interrupciones y silencios entre los temas pudimos interpretar que el ambiente estaba más caldeado que en recitales anteriores. Otra vez, no fue con el diario del lunes, durante el recital y sin saber de la existencia de muertos y heridos supe que iba a ser la última vez que el Indio iba a tocar en vivo.

Después vinieron los miles de WhatsApp preguntando si estábamos bien, que afortunadamente los recibimos porque una amiga nos ofreció alojamiento y WiFi cuando estábamos camino a Olavarría, y las noticias confusas y siempre tristes. Para no perder la costumbre, el papel de los medios de comunicación nacionales fue patético, encabezado por la agencia oficial de noticias Télam que a la 1.20 de la mañana del domingo informó que había 7 muertos. Después siguió el desfile de comunicadores ilustres y muy cercanos a la cultura del rock como Pamela David, Yanina Latorre o Ángel de Brito hablando sobre el Indio y principalmente sobre su público. Al igual que cuando la revista Gente puso en tapa a Luis Alberto Spinetta enfermo, a los grandes medios nunca le importan ciertos personajes ni subculturas hasta que son funcionales a sus fines ruines de morbosidad, venta y estigmatización.

Por último, si bien hablé mucho sobre el papel de la organización en todo este desastre claro que el Estado también es responsable, sobre todo cuando la municipalidad es garante de la habilitación y alquiler del predio La Colmena. Según documentos difundidos por el diario La Política Online, el costo de este espacio para la producción del show fue de 300 mil pesos en dos cuotas, lo que significa un peso por persona tomando como referencia la cifra mínima de asistentes. Lamentablemente, de este Estado yo no puedo esperar más que esto; hoy permítanme exigirle más al Indio y a la gente con la que el elige trabajar.

Escribí una crónica de mi experiencia personal en Olavarría sin hablar del motor absoluto de todo esto: la música. Esta es sólo una muestra más de lo absurdo que se volvió todo el último fin de semana. En Gualicho el Indio canta que “las despedidas son esos dolores dulces”, probablemente para nosotros lo dulce vendrá después y serán los recuerdos, las giras y las noches de fiesta en que la vida vale doble, la emoción que provoca la música y mis canciones preferidas para siempre. Por ahora, el gusto es amargo y triste.

No nos olvidemos de nosotrosrecordémonos.

 

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