Un pacto

Era 28 de marzo de 1990. Uf, hace treinta años, che. Apenas vimos la publi en la tele unos días antes nos miramos, cómplices, y con la cabeza dijimos “¡Sí!”. El pacto ya estaba sentenciado.

Esa tarde fui al colegio como (casi) todas las tardes, pero algo en mí era diferente. Tenía una sonrisa adrenalínica de lo prohibido, divertida y placentera. Las primeras horas pasaron tranquilas, aunque mi ansiedad las había ubicado en un segundo lugar en el que no cabían ni las cuentas, ni el dictado, ni alguna cosa de actividades prácticas, esas que mucho no me gustaban pero igual las activaba como un niño aplicado.

A las 5 y cuarto era la hora de salida pero esa tarde, una hora antes, todo cambió. Esos quince minutos entre las 4 y las 4 y cuarto fueron eternos hasta que por fin llegó ella. –Sergio, vino tu abuela a buscarte para ir al dentista –avisó la secretaria y ahí mismo cacé la mochila, guardé el cuaderno y salí rajando casi sin saludar. Abracé a mi abuela y juntos empezamos a caminar, y a charlar, y a reírnos.

–No juega Maradona.

–¿Y Cani?

–No sé, no dijeron nada, pero para mí Bilardo no lo quiere.

Era así, la fiebre de la previa mundialista me había atrapado y mi fanatismo por el fútbol se estaba volviendo insoportable. Todo por culpa de Racing, que en una especie de oasis había ganado la Supercopa un par de años atrás, y de la vez que me llevaron a ver “Héroes” al cine. Fue imponente: el gol del Diego, las patadas y el baile de Dinamarca al Uruguay de Francescoli, y la tribuna francesa cantando “viva les bleus, viva”. Y claro, el “me das cada día más” que me terminó de convencer.

Después (o antes, o durante) llegaría mi fanatismo por las estadísticas y las revistas La Deportiva y Super Fútbol, y mi invención de torneos con equipos y jugadores imaginarios, tablas de posiciones que se fueron perfeccionando hasta contabilizar goleadores y promedios. Pero esa será otra historia.

Caminando por Carranza luego de hacer seis cuadras por Cabrera, nos cruzamos a mi hermano. –Shhh,  tiene que ir al dentista –se atajaba con una sonrisa cómplice y ganadora mi abuela Ñata. Mi hermano, sorprendido pero cagándose de risa tiró: “Si vas a ver el partido ya terminó, perdió 2 a 0”. A mí se me empezaba a partir el corazón cuadro por cuadro como a Rafa hasta que el boludo agregó “dos goles en contra de Valdano”. Ahí me di cuenta de que estaba boludeándome y lo dejamos ir.

La abuela me hizo la leche y nos sentamos frente al tele a botones para disfrutar del deporte más lindo del mundo. Pero el partido fue horrible y argentina perdió 1 a 0 con Escocia, para llegar, como en el ’86, con una mano atrás y otra adelante, y todos los periodistas bardeando. Nadie contaba con el Goyco, pero esa también es otra historia.

Nuestra complicidad con mi abuela Ñata fue lo mejor de aquella tarde que jamás olvidaré. No me acuerdo si le habíamos contado a mamá, pero claramente cuando llegó se enteró, y no hizo más que cagarse de risa. Al otro día la señorita Elsa me preguntó cómo me había ido en el dentista. “Bien, un poco aburrido. Pero qué lindo que es el fútbol”. La segunda oración solamente la pensé.

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