1.Hace poco más de dos meses El mató a un policía motorizado lanzó a la fauna cibernética La síntesis O’konor y la crítica fue unánime: todavía no pudimos dejar de escucharlo con el entusiasmo de los primeros días, el deseo no se apaga. Por suerte, el día que me bajé en invierno de un avión que había despegado en verano el último disco de El Mató me estaba esperando en Villa Urquiza para recordarme cuáles eran los motivos para volver a casa. Una semana después fuimos a un Niceto demasiado lleno y gritamos eso de “quiero enfrentarme a todos y no me importa / cuan salvaje es la pelea no, no me importa” como si fuéramos el Gordo-Ventilador alentando al Ciclón en una noche de copa. A los que estamos pisando las tres décadas el disco nos interpela desde la contemporaneidad espacio-temporal (“no sé qué pasa en este lugar / todo el mundo es más joven que yo”), las escenas de cotidianidad (“dame algo esta noche, esta noche es especial / voy a recorrer tu casa en la oscuridad”), la cuota de belleza extrema aportada por “El Tesoro” y la depresión sin épica de “Fuego” (no existe un verso más nostálgico que ese “desde el pueblo más lejano de acá, siguiéndote”, que te lleva a un lugar frío y solitario mientras te desarma con paciencia el corazón.
2. Si julio fue el mes de La síntesis, en agosto un disco me monopolizó los bondis, subtes y paisajes urbanos: Piano bar. Haber visto a El Mató por primera vez hace casi diez años me hace sentir vieja, pero que me gusten tanto, pero tanto, los discos que salieron antes de que yo naciera me hace sentir muy joven, a veces demasiado. La juventud nos presenta exigencias que a cierta edad ya no estamos dispuestos a cumplir. Aunque me había pasado todo el final del invierno escuchando en mi casa -y en vivo- canciones que nacieron este año no puedo parar de pensar en que ya no se hacen discos así; así como Piano bar. La tensión, los climas, la atemporalidad del tercer disco solista de Charly García me llevó a convertirme parcialmente –en soledad y ahora en público- en uno de esos monstruos conservadores que nunca pisaron el Salón Pueyrredón y creen que el rock fue algo que pasó hace mucho tiempo atrás. Durante mis veinti fui muchas más veces al Zaguán Sur que al Luna Park o a los grandes estadios. Así y todo: Piano Bar. Desde el Charly tan Charly y nadie más de “Total interferencia” y “Promesas sobre el bidet” hasta los tremendos hits “Demoliendo hoteles” y “Cerca de la revolución” el disco te devuelve el alma al cuerpo con mensajes tan simples como que si vas a la derecha y doblás hacia la izquierda, adelante.
3. Cada tanto aparece algún músico frustrado, artista que cayó en desuso o dos de copas a decir que hoy el rock no existe, que no hay nada que valga la pena, que todo tiempo pasado fue mejor. Yo pienso todo lo contrario, más allá de Piano Bar. Thomas Edison inventó (en realidad perfeccionó, pero no vamos a hilar fino en esto) la lámpara incandescente en 1879, cuando consiguió que su primera bombilla estuviera encendida durante 48 horas seguidas. Eso es lo que pasa con nuestros próceres del rock argentino: ellos inventaron la lamparita. Hoy todos usamos lámparas bajo consumo, las luces de led, le sacamos fotos a los carteles de neón para subir a Instagram; pero la lámpara de Einstein fue el gran salto inicial. Los Gatos, Almendra, Manal, Sui Géneris, ellos iluminaron el camino, hicieron una cultura propia inspirada en algo foráneo pero con una impronta tan local que fue capaz de conmovernos a todos: ellos construyeron la música popular tal como la conocemos hoy. Así como no soporto los argumentos que se agotan en esa parte de la historia, en la génesis, tampoco comulgo con los que desestiman la importancia de ese rock primitivo y su atemporalidad que lo convierte en un fenómeno musical único. Una canción de Palito Ortega o de Leo Dan suenan a mi abuela en camisón, pero “Avellaneda blues” suena a hoy, “Color humano” suena a hoy, “Bancate ese defecto” suena a recontra hoy, al punto que debería ser la cortina de Argentina 2017. Una vez, en el auditorio de Radio Nacional una banda relativamente nueva tocaba con Vox Dei (el original, con Ricardo Soulé incluido) y cuando le preguntaron al cantante qué sentía al estar por compartir el escenario con los tipos que grabaron La Biblia en 1971 respondió que era lo mismo que tocar con cualquier otro. Le debe haber parecido re canchero decir eso, pero a varios nos agarraron convulsiones.
4. Estoy escribiendo esto el 3 de septiembre y ya sé cuál es el disco que más voy a escuchar este mes. Es el disco que encierra, en cierto modo, todo esto. El maestro Litto Nebbia, pionero absoluto del rock de estas latitudes, sacó un disco con Pez, una banda que el próximo año cumple un cuarto de siglo pero parece cada día más actual, no sólo porque tocan constantemente, sino porque en cada disco la propuesta da un giro radical. El máximo referente del rock nacional, por quien hay que empezar para escribir su historia, grabó Rodar con una de las bandas que mejor definen lo que ese rock es hoy: la música popular argentina. El motivo del disco es celebrar los 50 años del estreno de La balsa, la canción originaria, con versiones de temas de Litto y de Los Gatos y algunas nuevas canciones que fueron compuestas especialmente para la ocasión.
5. Hoy, dos mujeres almorzaron en silencio escuchando Rodar. Una cantó todas las canciones, porque nació en 1955 y adora a Litto Nebbia, otra lloró con el estribillo de “El rey lloró”, porque fue a ver a Pez más que a cualquier otra banda del país pero escuchó la voz de Litto desde que nació. No hay que darle tantas vueltas al asunto, la música de antes es la música de ahora, y la música de ahora es la música de siempre.