Con dos discos y un par de túnicas en la mochila, la banda santafesina llegó al teatro Vorterix. Cuando parece que todo ya fue hecho, en un mundo al que habitaron un Spinetta y un Lennon, lo importante es hacer cosas diferentes. Pero hacerlas bien.
En el breve relato titulado Un sueño, Jorge Luis Borges dice: “En esa celda circular, un hombre que se parece a mí escribe en caracteres que no comprendo un largo poema sobre un hombre que en otra celda circular escribe un poema sobre un hombre que en otra celda circular… El proceso no tiene fin y nadie podrá leer lo que los prisioneros escriben”. Palabra tras palabra, esa pequeña muestra que me asomó hacia el universo borgeano en la escuela secundaria giraba en espiral y se integraba lentamente a las canciones con las que Sig Ragga deleitó al público en su debut sobre el escenario del Vorterix. Canciones que están dentro de canciones que están dentro de canciones…
Si bien es cierto que la banda tiene una base anclada en el reggae, definitivamente este no es “otro grupo de reggae”. Hubo una clara búsqueda musical y personal de algo que ya encontraron y pudieron convertir en una obra sólida y compacta -pero también ecléctica e inesperada- como es Aquelarre (2013). La tapa del álbum, diseñada por el baterista Ricardo Cortes, remite en algo a El jardín de las delicias del artista holandés Hieronymus Bosch o “El Bosco”, un óleo tan bello y misterioso que pone a todos los que lo observan en el mismo lugar: el del que no conoce y quiere acercarse a descubrir, sin dejar de lado ningún detalle.
El arte dice mucho del contenido del álbum, ya que sus canciones encierran otras canciones en su interior, otros mundos posibles que están escondidos bajo el nombre de un solo track. Cortes inesperados, cambios de clima y de género, transmutaciones que hacen que los sonidos se sientan más vivos. Desde hace tiempo, escucho a mucha gente decir que la electrónica es la música del futuro -que ya vendría a ser hoy- pero prefiero creer que la música del presente es la música que nos moviliza, que nos hace pensar y flashear. A veces no hacen falta tantas máquinas, nombres originales o pastillas de colores creadas para que te sientas como alguien piensa que te vas a querer sentir. Si esa música flashera es hecha por hombres, también está esa cuota de sensibilidad que hace a todo incomparablemente mejor.
En vivo, la puesta en escena de Sig Ragga es inmejorable, otro ejemplo de la sencillez con la que se pueden hacer grandes cosas. En Vorterix, Gustavo Cortés (voz y teclados), Ricardo Cortés (batería y coros), Nicolás González (guitarra y coros) y Juanjo Casals (bajo) aparecieron en escena pelados e íntegramente pintados y vestidos de blanco. Cabezas, manos, brazos, cuerpos de un blanco absoluto, incandescente, como venido de otro lugar. Es decir, que si no viviéramos en los tiempos de Internet, podríamos pensar que son todos iguales o no saber cuál es el verdadero rostro de cada uno de los músicos que aparecen completamente despersonificados. Todos iguales, todos ubicados a la misma altura en el escenario, todos encendidos de violeta o verde o amarillo dependiendo de las luces… ¿De qué sirve tanta información? Al fin y al cabo, no importa tanto quién es quién cuando todo es como tiene que ser. El resultado suele ser mucho más grande y valioso que las individualidades, y los Sig Ragga lo saben.
FOTOS: Melina Aiello.
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