Después de la presentación gratuita de Remolino en el Centro Cultural San Martín, Acorazado Potemkin re-presentó su segundo disco en un jueves para el recuerdo del Uniclub (“y, sin embargo ¡ay! mirá lo que quedó”).
Acorazado Potemkin fue un gran buque de guerra ruso, pero también el escenario de un hecho histórico: un motín de la tripulación contra los oficiales del régimen zarista en 1905, que se encuentra entre los antecedentes de la Revolución Rusa de 1917 y de sus fuegos de octubre. El colosal barco que está inmortalizado en una película sobre sus acontecimientos, también dio nombre a una banda argentina destinada a ser escuchada cruzando la 9 de julio, entre las luces de los autos y una Evita que mira sonriente hacia el sur desde la fachada de algún Ministerio.
Acorazado Potemkin suena en los auriculares arriba del 71, cuando las imágenes de la noche y las persianas cerradas parecen llegar con delay a través de un vidrio empañado. Las canciones de Mugre y Remolino se suceden pateando el barrio de Once, entre pebetes de milanesa apilados en una vidriera -en la eterna condena del polvo y las moscas- y gente que llega tarde a algún lugar; con bufandas o en ojotas, pero siempre en Buenos Aires.
Acorazado Potemkin es la banda sonora de la película a través de la cual circula la vida en la ciudad: un film nostálgico y etílico en blanco y negro, en el que todos alternamos papeles entre las infinitas posibilidades de ser figura y ser fondo. Sus canciones son pequeñas muestras de lo real, de todas esas cosas comunes que de un momento a otro son resignificadas y pasan a ocupar el lugar de lo irrepetible (como esos obreros que en un octubre ruso o argentino se rebelaron y tomaron los símbolos del poder “legítimo”).
Acorazado Potemkin habla de todo eso que se atreve a convertirse en irreemplazable; como las palabras y su resistencia al enroque, a la sustitución, al cambio. Es que, casi siempre, lo extraordinario tiene orígenes insospechados; como tirarse desde el trampolín de la pileta del club del barrio hacia la inmensidad de la Vía Láctea. Juan Pablo Fernández demuestra a los refutadores de leyendas que todo se puede escribir y transformar en algo único, en algo mejor: en un recuerdo (“No es verdad que la otra calle es igual a la otra calle”).
Acorazado Potemkin -como el buque- es algo grande. Todos lo supimos apenas escuchamos su disco debut, desde la primera vez que leímos la letra de “La mitad” (una de esas canciones que apuntan y disparan, como el amor de verdad). El jueves, en un Uniclub lleno, el trío conformado por Federico Ghazarossian (bajo), Luciano Esain (batería y voz) y Juan Pablo Fernández (guitarra y voz) irrumpió en el escenario con la primera canción de su nuevo álbum, “A lo mejor”, seguida de “Cerca del sol” para dar paso a un doblete del primer disco con “Gloria” y “Desayuno”. Inmediatamente, llegaría el turno de dos de los temas más aplaudidos de la noche: la mágica “Pintura interior”-compuesta por el chamamecero Yayo Cáceres– y “Miserere”, con la intensidad a cargo de su letra y la voz de Beto Siless. La lista estuvo integrada por canciones de los dos discos que pasearon al público por distintos climas y sensaciones; desde las parejas abrazadas de “Y no hace tanto” hasta los dientes apretados para “El pan del facho”. Al escucharla en vivo, no sorprende que “Remolino” lleve el nombre del disco, ni que hayan invitado al Cardenal Domínguez a ponerle la voz/la inclinación justa del cuerpo/la pasión a “Reconstrucción”. Es casi una obviedad todo: es lo que tenía que ser, ni más ni menos, pero los Potemkin lo vieron antes y a los demás sólo les queda el placer de disfrutarlo. Para los bises, los clásicos de Mugre: “La mitad”, “Puma Thurman” y “Los muertos”.
Acorazado Potemkin arrasó con su Remolino de aguas oceánicas, removió emociones y nos devolvió a la orilla iguales pero distintos: es que ahora, esto también es un recuerdo.
FOTO: Martín Santoro.