Sin dudas, si en algún momento te llama la atención alguna parte de la obra ecléctica pero particular de la ínfima Natalia, vas a terminar subsumido/a en el huracán de sensibilidad que propone. Tarde o temprano pasa eso. Tal vez pueda quedar afuera el primer disco que publicó, porque lo que rodeaba al mismo no era el arte sino la guita. Y cuando aparece ese fantasma, ese eros universal tan maligno y absurdo, las ideas se desvanecen. Se caen, se derriten. Pervive, tal vez, en algún pasaje de ese disco el espíritu sensible y auténtico de Natalia. Pero uno tiene que acercarse con lupa y buena predisposición para hallarlo.
Los trabajos que surgieron una vez roto el lazo puramente comercial que la gobernaba tienen su marca. Su sello. El experimento “Casa”, en el que Natalia dejó su ego relegado y formó una banda (Natalia y la Forquetina), se erige como una lavada de cara. Es el disco que más raíces rockeras echó en su carrera, teniendo en cuenta que nunca fue una tipa muy rockera que digamos. Lavada de cara en torno a un cambio y una actitud rebelde que adoptó para este segundo disco; hablando a las claras de un descontento con la lógica mercantilista que atravesaba al primero, por un lado, y de un “despertar” juvenil que la llevó a vestirse de negro y a sonreír menos. Las letras de este segundo disco reflejan eso. Aunque, por naturaleza, hay otras letras que denotan alegría, o tranquilidad. La tranquilidad que da saber que el camino que emprendió es el que la va a hacer feliz. Por ese rato por lo menos. Porque después se bardeó con la banda y se tomó el palo a Canadá.
Ya en el país más amargo del mundo se volvió impenetrable. Se recluyó. Pero se enamoró de un medio hippie que tenía una banda allá y se puso a tocar y a componer frenéticamente. Para 2009 terminó la relación con este medio hippie y se armó un disco sinfónico que denominó Las cuatro estaciones del amor. Según dice ella, para hacer una forma de terapia. Y porque no le salían las letras. No podía ponerle palabras o signos literarios a un estado de ánimo devastado.
Parece que pronto le empezaron a salir las palabras, porque inmediatamente después de que salió el disco sinfónico vio la luz el Hu Hu Hu. Otra vez vuelta a la carrera solista. Pero con otro cambio en la identidad. La actitud rockera quedó atrás. La paleta de colores se amplió. El negro no es más que una posibilidad entre otras, ya no es más ese manto hegemónico que caracterizaba su obra. Y hay frío, nieve, y algunos rayos de sol en ese disco. Un nuevo punto de partida para Natalia. Las letras están signadas por las inseguridades, por el despecho, y por lo que le generó la ruptura con el personaje antes mencionado. Pero hay esperanza y hay sonrisa. Y amor. La paradoja del ser sensible: encuentra amor en el desamor. Ve agua en el desierto más crudo. Todo ese cóctel de sensaciones vive en “Hu Hu Hu”, entreverado con una música muy canadiense o anglosajona devenida en indie pero sin abandonar su marca. Eso es lo que le da autenticidad el disco. La marca Lafourcade. Prevalencia de música brasilera en lo melódico y jugando con otras (miles) cosas.
Luego volvió a México. Y ya crecidita se conectó con la historia musical mexicana de los 30’s y los 40’s. Específicamente con Agustín Lara, un referente de la canción romántica de aquellos años. Y pintó homenaje. Así se gestó su última obra hasta hoy: Mujer Divina, con la participación de un cúmulo de músicos de todo el mundo que hacen de la obra algo internacionalista. El disco, si bien no son canciones de ella, es un haz de luz. Es un acto de militancia hacia la belleza de lo simple. Destacando, de este modo, que lo que vale es poner el ser a disposición de la obra de arte. No censurarse, y dejarse llevar por la sensibilidad. Ese es el mejor productor que se puede tener.