El evangelio según Mateo

Que era el Syd Barret de Uruguay, que era el Brian Jones de la época, que experimentaba y estaba loco, que fue el músico más influyente en su país, que Rubén Rada decía que era John Lennon, que era el creador de candombe beat y tantas cosas más que se dijeron, obviamente –como siempre pasa- cuando murió Eduardo Mateo en 1990: un buen músico Uruguayo, y un poquito más también se podría decir, pero sin hacer tantas comparaciones que a veces solo embarran la cancha y no dejan abrir bien los oídos a lo que realmente vale la pena: la música, la obra, el carácter.

Mientras que en Inglaterra, en 1966, se jugaba el mundialito donde el portugués Eusébio sería goleador, y la selección de Inglaterra se coronaba campeona de la mano del genial Bobby Charlton; en Uruguay, Eduardo Mateo encaraba sin frenos para el área chica del rock experimental y gestaba la banda que mezclaba de una manera extraña el beat y candombe tradicional yorugua. Acá Mateo contaba con el famoso Negro Rada que andaba meta golpe sobre el cuero de sus tumbadores y cantando como juglar con esa voz mántica y de carácter umbanda. El kinto no duró mucho pero dejo bastante, y cambio el rock de Uruguay de la época.

Eduardo Mateo no tardó, después de la disolución de El Kinto,  en salir con su valijita y una guitarra para empezar a demostrar que todavía tenía rosca para rato. Pero se hace jodido a veces, entre el poco público que acudía a sus shows, las pocas ventas de cintas caseras que él mismo armaba como podía, y el problema de la falta de guita que se mezclaba con algún que otro psicofármaco que se le piantaba a Eduardo entre vasito y vasito de cerveza. Trató, a pesar de todo esto, de forjar un nombre y una identidad en solitario. ¿Lo logró?, se puede decir que sí, además murió, y eso siempre dentro del rock es un plus que te ayuda a que cualquiera, o todos esos que antes no te valoraban, vayan por ahí y de puro snob digan que fuiste un genio.

También está la etiqueta de “Artista de culto” y todas esas pavadas como los que dicen: “A mi me gusta Pink Floyd pero cuando estaba Syd Barret”, o la típica frase de: “Yo prefiero a los Stone de Brian Jones”, cosas de la estupidez del público del rock. Pero hay que volver a Mateo, quien grabó su primer disco solita y algunos ya decían que no era fácil de escuchar y que él estaba loco, después terminó siendo un disco genial para esos que ya de ante mano criticaba y se asustaban.

Mateo solo bien se lame fue un trabajo que ya desde ese nombre, con cierto tinte surrealista, prometía algo distinto. Y sí, fue distinto hasta en la forma de ser grabado. El disco lo grabó y lo mezcló Carlos Píriz, que cuando le preguntaron por Mateo, resumió todo de una manera muy sencilla: “El primer día grabo tres o cuatro cosas, después borraba y descartaba, así durante cinco días. Un día Eduardo, me dijo ahora vengo, se volvió a Montevideo y tuve que hacer todo yo. Elegí los temas, limpié un poco el material, elegí un nombre para el disco y lo saqué”.

Eduardo era así, viajaba en su nube cargada de ansiedad y quizá dejaba cosas por la mitad para empezar otras que seguro también quedaban por ahí en manos de algún productor que le diera vida.

A partir de los años ‘80, Mateo encaró algo más conceptual y empezó a grabar La máquina del tiempo, trabajo que le llevó tiempo, idas y vueltas, y una pobre repercusión dentro de las críticas y las ventas. En 1987, después de algunos meses con varias tormentas personales y peleas con varios músicos que colaboraban en su disco, el material finalmente vio la luz.

La vida de Mateo fue una vida cargada de anécdotas marginales, de billetera vacía, de bohemia callejera y violencia intelectual. Fue detenido en más de una ocasión por andar con cositas en los bolsillos, cositas que en esa época no se podían cargar así nomás. Eduardo tenía la salud cada día más quebrada, pero seguía sacando temas y experimentando con un argot marciano a la hora de escupir una letra sobre el papel. Después de un tiempo, terminó internando en el Hospital de Clínicas y con un cáncer que el 16 de Mayo le bajó el pulgar y lo hizo emigrar quien sabe a dónde mierda, o a qué parte de la galaxia fueron a parar sus restos y pensamientos.

Quiero pensar –convencerme- que quizá su máquina del tiempo, esa máquina de música experimental de los ‘80, le sirvió para cagarse de risa de la muerte, y se tomó el buque para su querido experimental año ‘66, donde todo comenzaba a tener forma de acorde bajo el nombre del Kinto, donde todo era lisergia y experimentación a base de beat y candombe.

Desde hace unos años, Eduardo no está, y podemos pensar que anda colgado de una nube lamiéndose solo y disfrutando del humito que le llega en forma de aros azules de la boca de muchos de sus compatriotas uruguayos que disfrutan tranquilos de ese pastito sagrado que hoy es legal, y que a Mateo lo metía en su propio evangelio musical, donde no faltaban los apóstoles para preparar una buena última cena cargada de locura y música. ¡Viva Mateo!

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