Las fotos de Nan Goldin parecen canciones que Siouxsie and the banshees no quiso editar, o bien pueden ser pinturas que Caravaggio dejo a medio pintar. Sexo, drogas, punk, depresión y pobreza es todo lo que deja a simple vista el material fotográfico de Goldin.
Ella trabaja con las cosas que ve, y con las que vio en los años ‘70 y ‘80 –y convengamos que en esa época sí que había cosas para ver y fotografiar, de todo tipo y color-. Después de obtener algo de reconocimiento dentro del ambiente, Goldin se metió en algunos problemas químicos: heroína, alcohol y alguna que otra cosita que andaba volando por ahí; después de varios años de mezcla, el cuerpo y la mente de Goldin se saturaron y tuvo que hacer auto-stop. Necesitó desintoxicarse y limpiar un poco el lente de la cámara que disparaba balas continuamente.
Esa temporada de fotos y descontrol, a Nan la llevo directamente a visitar varias clínicas de Boston –y pensar que el poeta Inglés William Blake decía que el camino del exceso lleva al palacio de la sabiduría. Acá a Goldin la llevo al hospital-. Una de estas clínicas le permitió trabajar con diapositivas de otros artistas, para despejar un poco su mente y que los instintos salvajes de Nan no la vuelvan a traicionar y la lleven de nuevo a meter la mano en la lata.
“La gente que aparece en mis fotos dice que estar con mi cámara es como estar conmigo. Es como si mi mano fuera una cámara. En la medida de lo posible, no quiero que haya ningún mecanismo entre el momento de fotografiar y yo. La cámara es parte de mi vida cotidiana, como hablar, comer o tener sexo. Para mí, el instante de fotografiar, en vez de crear distancia, es un momento de claridad y de conexión emocional. Existe la idea popular de que el fotógrafo es por naturaleza un voyeur, el último invitado a la fiesta. Pero yo no soy una colada; esta es mi fiesta. Esta es mi familia, mi historia”, dijo la artista en algún momento para explicarse y definir su forma de trabajar y relacionarse con su público.
Goldin estuvo en todos lados y no se quedó en ninguno; una eterna turista de la locura; frecuentó, entre tantos ambientes, el mundo “Drag Queens”, ese mundo donde el hombre se viste de mujer de una forma exagerada, con abundante maquillaje y peinados con colores estridentes. “Yo quería ser una drag: durante un par de años quedé completamente absorbida por su mundo, su conciencia, su identidad. La mayoría de las que conocía eran más grandes que yo, así que yo era como su hermanita menor”.
Otro caso donde la obra nunca se separa de la piel del artista y se saca jugo de las experiencias extremas que a veces uno elige y otras veces caen de regalo. “Jugando al límite uno se puede lesionar, pero te morís jugando light”, diría el Salmon. Larga vida a Nan Goldin.