Allá hacia mediados de los ’90 el curso de ingreso al colegio Carlos Pellegrini consistía en un furioso febrero de maratónicas cursadas diarias y sábados de exámenes. No sé si mis viejos se habían olvidado de anotarme y lo hicieron a último momento, pero fui a parar a la comisión 24, la última. En todas había más de 30 personas, en la nuestra a duras penas llegábamos a 15. Era definitivamente la resaca.
Con el correr de los días me fui dando cuenta en los recreos donde me cruzaba con los mil “aspirantes” de que muchos ya se conocían entre sí, debido a que habían metido durante todo 7mo grado cursos en dos lugares claves (Peretz y no me acuerdo el otro). Yo ni enterado, solo fui un par de veces a lo de Armando, un profe de matemáticas paraguayo que conocía mi vieja que me tiró un par de tips, me recibía en pantuflas con medias, me decía “papato” de una manera hermosa y se jactaba de tener un don magnífico: adivinaba de qué cuadro de fútbol eras hincha. El primer día que nos vimos hizo su gracia y ¡me lo adivinó! Nunca le consulté a mi vieja si le había preguntado, preferí quedarme con la magia.
Hablando de mi vieja, no podía desaprovechar sus dotes de profesora particular y tuvimos varias tardes con Agustín, Juan Pablo y Leandro en las que nos enseñaba pero más que nada recuerdo que nos divertíamos bastante mientras además tomábamos la merienda.
En la comisión 24 no conocía a nadie. Entramos ese primer día y ninguno saludaba hasta que cayó uno que a los gritos dijo “¡Buenas!” para marcar presencia. Cuando nos preguntaron a qué colegio habíamos ido tiró sin tapujos “yo fui a la negrada del Nicolás Avellaneda”. Ahí ganó terreno para ser el líder (?) del curso.
La casualidad me sentó al lado de Gonzalo, quien decía “pene” muy seguido como cuando decís “boludo”. Onda “dale, pene, apurate”. De a poco fui conociendo al resto: Fernando era aquel que se presentó antes, Walter jugaba en la 9na de River, Daniel que era coreano, Maria Laura la mexicana, una hermana que cuidaba mucho a la otra que tenía problemas motrices, uno cuyo apellido era Parrilla y varios personajes más. El viernes de esa primera semana cayó Victor, quien también quiso marcar la cancha y arrebató el rol de “bardero” al grito de “yo soy de Villa del Parque” (?) con una voz ronca que parecía más impostada que real, y contándonos la proeza de que si entraba al cole sus padres le regalarían una moto.
No arrancó bien la cosa para él ya que en los primeros exámenes no llegó a 20 puntos sobre 50, como casi nadie en la comisión de la resaca. Yo pegué unos más que correctos 46 y 37, solo superado por Lucas, otro compañero. La semana siguiente todo empeoró, incluyéndome a mí que no llegué a 30. Pero lo mejor fue que el lunes Victor llegó a la escuela en… ¡moto! (sí, tenía 13 años). Se hacía el banana fumando en su moto y yo pensaba “ah, este al final es un cheto consentido de papá”.
Desde entonces todo se desmadró. Las clases eran un bardo con Fernando y Victor a la cabeza y el resto siguiéndole las jodas, era una hermosa continuación de séptimo grado pero llevada al extremo, en febrero y por los puntos, que se iban perdiendo. Bardo todos los días, expulsiones de la clase, puteadas y hasta piñas entre compañeros. Guau, ¿esto será la secundaria? Pero yo hablaba con gente de otras comisiones y nada de eso pasaba. Además varios se sacaban 50 y esas cosas. Pero en la nuestra se peleaban para ver quien sacaba menos, y no exagero.
Resulta que en la tercera semana la mexicana, que ya venía peleando el descenso en la tabla de posiciones sacó nada más y nada menos que un… ¡cero! Sí, sí, cero. No lo podíamos creer. Pero a diferencia de lo que se podía esperar esa acción la convirtió en la abanderada silenciosa de la revolución. Desde entonces, en los exámenes siguientes el objetivo se había dado vuelta completamente, sin escalas y el chiste era ver quien sacaba menos, despertando todo tipo de aplausos y ovaciones. ¡La 24 derribó el sistema! ¡Al carajo, Pellegrini! Entonces, Fernando sacó un cero también, y Vititor, el cheto de Parque que se hacía el motoquero rebelde, se sacó dos ceros.
Al mismo tiempo, en una de esas entregas, yo me fui casi al otro extremo y saqué un 49 en Matemáticas. La preceptora me dio el boletín, dijo “felicitaciones” y la profe sonreía detrás. Pero toda el aula me miraba de forma extraña. “No sos digno de la resaca”, me advirtió Fernando, medio en joda, medio en serio, haciéndome dar cuenta de que, si bien iba a entrar al colegio, había sido realmente un fracaso para ese grupo, no los merecía. Hoy entiendo que esa comisión fue la resistencia a un sistema de meritocracia que filtraba niños de 12 y 13 años (menos el cheto de Villa del Parque que era un gil) y yo me fui con la corpo. Me convertí, junto a tres más que finalmente también lograron entrar al Pelle, en “La resaca de la resaca”.