El día que te conocí: «Un maldito negocio más»

La escuela no te prepara para nada, pero menos para trabajar. Y a no ser que tus padres hayan robado muy bien, finalizada esa experiencia traumática (salvo mismos padres), lo que ocupará tus días serán tareas de mierda. Y todo para obtener escaso dinero, el justo y no más, para que todos los días necesites seguir siendo un esclavo.

Ya pensaba esto, mirando por la ventana del tren, avanzando hacia Retiro en aquel atardecer noventoso. Ni sabía cuánto me iban a pagar por aquella changa de dos días. De Retiro caminé hasta Paseo Colón, esquina Corrientes. Tampoco sabía exactamente qué era lo que iba a tener que hacer, ni porqué, si era un trabajo administrativo, tenía que hacerlo después del horario de oficina.

El edificio era de esos antiguos forrados en mármol: limpio y ortiva. En la planta baja te recibía un gordo seguridad privada, mirando mal, como si fuera hijo de los garcas, y no un empleado mal pago y bastardeado. Una vez eludido al rati frustrado, subí en el ascensor.

Yo era muy verde, recién salido de la escuela. Pensé que, primero la secretaria, y después la otra mina, la que parecía jefa, me trataban tan bien porque me querían coger, o porque al final el mundo era como decían en la escuela. Pero no, no fue por eso. Estábamos sentados frente a frente, cada uno de un lado del escritorio. Y ella, la que mandaba, me iba explicando lo que yo iba a tener que hacer.

No era el año del culo, pero todavía no existían whatsapp ni otras tantas maneras de incomunicación. Esta empresa organizaba un “evento”. Era el auge de la palabra “evento”. Todos los idiotas empezaban a realizar eventos. Y yo, para mis adentros, me preguntaba “qué no es un evento”. Encima el diccionario dice que “evento” es un suceso imprevisto. Pero bueno, esta cierva de un ciervo más gordo, me explicaba con mil vueltas lo que finalmente terminó siendo algo muy sencillo. Pero vamos por partes.

En medio de la charla, de la instrucción, de pronto un flaco irrumpió sin pedir permiso en la oficina, sacándole a la cierva una cara de orto imposible de disimular. Pero el flaco, que no sabría que la cierva estaba ocupada, desapareció de toque sin emitir palabra; y la cierva, aunque por un segundo desvió la mirada hacia él, hizo como que nada había pasado. Eso me pareció raro, pero yo no quería perder atención de lo que la cierva me explicaba, que le daba vueltas y vueltas, como si no pudiese explicarlo de una.

Pero por fin, después de doscientas vueltas a la cuestión, la cierva empezó a redondear la idea. Había que mandar invitaciones al evento, y en esa tarea entraba yo… Y en eso, otra vez, de pronto, el flaco volvió a interrumpir, esta vez llamando a la cierva por su nombre, sin mediar permiso ni nada. La cierva, otra vez notablemente furiosa, le disparó su dardo:

―¿No ves que estoy con gente?

El flaco desapareció por el pasillo. Era un flaco raro para esa oficina paqueta. No es que estuviese “mal vestido”, incluso llevaba puesto un saco de pana, pero la cara, el pelo y algún detalle más, daban la impresión de que no había dormido en mucho tiempo. Es más, el flaco antes de perderse por el pasillo, mi miró unos segundos, y estoy seguro que detectó en mí el ADN del rock and roll. Fue esa mirada que sólo entendemos los que necesitamos rock and roll para vivir.

―¿Me disculpas un segundo? ―dijo la cierva, se paró y salió por pasillo en la misma dirección que se había perdido el flaco.

Yo quedé ahí sentado en esa oficina. El escritorio era el típico de las personas que se estresan con dos lapiceras un monitor y una abrochadora. Atrás un portarretratos en el que se veía a la cierva, su marido y su hija, en la típica pose que usan las compañías para vender a la familia feliz. Qué asco.

―¡Me tenés re cansada, Segundo! ―los gritos de la cierva explotaron desde no sé donde― ¡Madurá, pendejo!

Uy, que situación incómoda, pensé. Y al toque la cierva regresó, me pidió disculpas y volvió a sentarse en su sillón. Yo traté de olvidarme lo que había escuchado, nada más para no incomodarla a ella. Y ella ahora no tenía ganas de darle vueltas a las explicaciones, o había perdido las palabras estúpidas por ahí. En consecuencia, lo que yo iba a tener que hacer, era doblar las invitaciones al “evento”, meterlas adentro de un sobre, pegarles la etiqueta con los datos del destinatario, y cerrar el sobre con la lengua, porque la Voligoma, tipo que deja todo medio mal, no da, está re aut. O sea que mi changa era chupar sobres. Sellar con mi saliva unos sobres de mierda, que después descubrí a qué clase de gente estaban destinados: Eduardo Duhalde, Norberto Alonso, Lidia Elsa Satragno (Pinky), Liliana Caldini (con la que años después me tomé una Heineken en el Tiro Federal), Mauro Viale…Y fueron más de dos mil quinientos sobres: destrucción total de lengua.

La cierva ya había explicado todo, y aunque me pareció una tarea de mierda, yo no tenía un peso y no había chances de negarme. Acepté. La cierva había quedado exhausta, sacada, y no por tener que explicarme, por haber intentado darle vueltas al asunto con palabras idiotas, ni por caretear la paga de mierda que me iban a dar por hacer esa tarea que seguro nadie había querido hacer en esa oficina.

―¿Querés un cofi? ―me preguntó la cierva, y eso fue el principio del fin.

No tuve ni tiempo a responder. Sólo fui un espectador en aquello que se desató.

Seguido, pegado a la pronunciación estúpida de eso más estúpido aún, eso de usar palabras en inglés, llegó la respuesta fatal:

―Ves que no entendés nada ―el flaco volvió a aparecer― No le ves la cara al pibe, no ves la hora, ofrecele una birra…

―Andate de acá ya, estúpido…

La cierva se puso de pie, enrojecida.

―¡Andate! ¡Andateee! ¡Andateee!

Y el flaco, esta vez mirándome a mí, interfirió en los gritos incesantes de la cierva:

―Man, cuando quieras venite a ver a mi banda, somos los Heroicos Sobrevivientes. Preguntá por mí, soy Segundo…

―¡Andateee! ¡Andateee!

―Soy Segundo, preguntá por mí, entrás gratis y ahí te vamos a tratar como se debe.

Segundo Gassiebayle desapareció otra vez por el pasillo, por última vez. No sobrevivió a aquel evento. Y yo trabajé los dos días siguientes, sábado y domingo. Y me hubiese encantado ver la cara de Duhalde cuando abrió su sobre.

 

 

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