«El día que te conocí», son un conjunto de relatos que tranquilamente pueden ser verdad. Son mi esfuerzo por separar a la música, del artista, una recomendación de canciones que sólo un buen talibán del punk rock puede desconocer.
No puedo jurar que esto que sigue haya pasado, pero lo recuerdo así. Trabajaba en La Plata, más precisamente, ese día trabajé en Pipinas. Los que conozcan sabrán donde queda, pero para mí ubicación estaba al borde de la ruta 9, o la 11, una de las que van a Mar Del Plata. Desde mi casa en Villa Pueyrredón tenía que tomarme el tren a las cuatro y media de la mañana a Retiro. Subte C, Constitución, tren a La Plata, colectivo o caminar al mayorista de cigarrillos, camioneta de reparto, ruta y de pronto bajar, y verla perderse en el horizonte. Ahí quedaba en ese páramo al que jamás mi jefe hubiese venido a controlarme. No sé si metía alguna venta o no, pero dormía debajo de lindos árboles. Hasta que volvía.
Para volver a La Plata, normalmente no había camioneta, me tomaba un colectivo, pero este día sí, porque tenía que volver antes de lo normal. La camioneta pasaba de regreso a primera hora de la tarde. Yo cursaba tres noches a la semana. Sí, pretendía ser Técnico en Sonido. Y este día que cuento tenía examen de una materia que de nombre parecía fácil, pero nunca aprobé: Sonido en vivo 1.
A la mayoría de los profesores los recuerdo ortivas. Uno de apellido que empieza con L, furioso, de frente a nosotros una noche nos gritó esto: ¡Alguna vez vieron a su esposa con la cabeza metida en el inodoro, sujetada por la mano de un milico! Increíblemente ninguno de los treinta y pico que éramos en su comisión, habíamos pasado por una circunstancia así. Y como siempre en este tipo de casos, frente a este tipo de Maestros, yo fui uno de los pocos que aprobó la materia: Ingeniería Electrónica, o algo así.
Sonido en vivo 1 ya me venía cagando la vida. La primera clase el profesor hizo que cada alumno se presente en voz alta. Cuando llegó mi turno, cansado de escuchar que me había anotado en la nasa, la hice fácil: “me llamo Julián Mocoroa, odio Soda Stereo, sobre todo el video ese donde todos los jipis de mierda dan asco en el planetario”. Los astronautas que me rodeaban empezaron a mirarme mal. Algunos ya me insultaban. Otro se ofendió, uno que en su turno había contado que tenía orgasmos con Yetrotul y Simonagarfunkel. Simonagarfunkel en esa escuela era como decir pija. La pronunciabas y todos abrían los ojos sorprendidos, excitados. Pero mi debacle, ponerme a todos en contra, fue irreversible cuando el profesor de Sonido En Vivo 1, matándome con la mirada, me dijo que él había grabado ese video en el planetario, o esa canción, o que había tenido sexo con Cerati, o algo así. El tipo me dijo eso en ese momento, y después me hizo pasarla mal cada clase.
Me subí a la camioneta de regreso hasta el mayorista de puchos, de ahí a la estación de tren, y cuando este llegó a Temperley, los parlantes de esa estación anunciaron: “La formación del andén 2 no sigue, por favor descender”. Pasé de venir sentado, cómodo, a pelear sin éxito para subir al próximo, perderlo y por fin colgarme del segundo para seguir hasta Constitución.
En Constitu, no sé ahora, era muy común que en los baños te la quisieran chupar. Una vez estaba meando ―todo vestido de Gillette―y de costado apareció un rubio. Me pregunto si todo “eso” era mío, y si le podía dar un besito. Por cosas así nunca me agradó ese baño, pero yo me estaba meando mal, y esta noche que les cuento también bajé. No pasó nada incómodo esta vez, pero lo cuento para significar lo descolocado que venía, y tenía examen de Sonido En Vivo 1. Ya cruzando el hall de Constitución empecé a poner la cabeza en el examen. La verdad que entre el trabajo, el problema económico de casa, Explenden y mi locura, no sé cómo todavía no había abandonado esa carrera. Asique hacía lo que podía, entre otras cosas, no estudiar nunca.
Subí al subte, amasijado. Pero así y todo era mejor que lo que me estaba por pasar: hacer sonido a la visita del día en el “salón de actos”, frente a profesores y alumnos. Ese era el examen. Te podía tocar microfonear y acomodar en los feiders a diversidad de fuentes sonoras. A veces alumnos, a veces grupos, a veces artistas conocidos. Y había que hacerlo delante de todos, un garrón para los alumnos pedorros como yo. Y no me salvaba eso de que fuera en grupo, porque mi compañeros, los que sabían, ya había huido todos hacia otros equipos. Quedábamos dos integrantes, o tres, si se hubiese presentado el rolinga que siempre venía fumado y esa misma noche abandonó antes de llegar.
Combinación del c y la d, Cabildo, José Hernández. Por supuesto que yo todo sucio, con el bolso sucio de Gillette, chomba sucia de Gillete, riñonera de Gillete y por suerte la gorra nunca me entró. Llegué con lo justo, ni un minuto antes. Entré con decisión, eso sí. El novio de Cerati ya estaba parado en la consola. El saloncito era re pedorro, pero para mis conocimientos era más grande que Wembley. En el escenario un teclado, dos sillas.
Tiré el bolso de Gillette contra un ángulo. Llegué a la consola, la cara de mi compañero sabía menos que yo. El novio de Cerati ya estaba re caliente, puteándonos para adentro suyo. Yo me hice el interesado, siempre peleé hasta lo último cada examen. Me puse en actitud de médico especialista que llega para atender al paciente que nadie logra curar. El novio de Cerati ni me dio centímetro, pero me puse a mirar por encima de su hombro.
En seguida miré a mi compañero que estaba lo más campante sin hacer nada, ahí a centímetros. ¿Quién viene?, le pregunté señalando con las cejas al escenario vacío. Mi compañero contuvo una risita que le peleó por escapar. No me respondió. ¿Qué onda?, pensé. Había demasiada gente para presenciar las porongas que normalmente sonaban en ese tipo de actos.
El novio de Cerati había acomodado todo, sólo había que quedarse parado ahí y poner cara de “lo tengo, lo tengo”. Entonces se corrió y me dejó a cargo. El novio de Cerati avanzó al escenario. ¿Quién viene?, le pregunté otra vez a mi compañero. Y ahí el murmullo general llegó desde el fondo, anunciando la llegada de la fuente sonora. La fuente sonora avanzó por al lado nuestro, por el pasillo central, muy estrella, con su porra maradoniana hacia el escenario.
Esa noche abandoné la carrera, apenas horas después del rolinga. No sé si a la fuente sonora deba insultarla o agradecerle. Aunque en el momento lo quise matar. Porque por más acople furioso con el que dejé sordo a todo el salón, yo era una persona. Y Andrés Calamaro ordenó sin levantar la vista de las teclas, señalando con el dedo índice, “sáquenlo”.