Las veo, ellas me ven. ¿Son dos? ¿O son tres? Hace tres meses que me mudé, las observo y no logro darme cuenta. ¿Serán hermanas? ¿Amigas? ¿Novias? Estamos a la misma altura: primer piso de la calle Campana, justo en la esquina. Aunque nuestros balcones están un toquecito antes. Aunque mi hogar esté en un edificio y el de ellas en gigante PH con terraza y parrilla (que no usan). Sueño con hacerles un asado. ¿O serán vegetarianas? No importa, me prendo a pleno a un asadito vegano.
La rutina de los meses anteriores se acentuó en la cuarentena. Casi siempre sale la misma al balcón, es la Colo. Riega plantas, saluda a algún vecino, charla con el que pasa o con alguien de enfrente y se mete. Claramente las conoce todo el barrio, y desde hace mucho. Otra, la rubia, sale muy cada tanto. Y la otra es un misterio, pero juraría que existe. Y que es morocha. Yo las veo, ellas me ven.
Por la tarde suceden cosas extrañas. Las más divertidas son cuando les traen algún recado. Desde el comienzo de la cuarentena me intrigó y me dieron ganas de ofrecerme para sus compras, pero me di cuenta muy rápidamente de que no les hacía falta mi ayuda ya que tienen todo fríamente calculado. El chino les trae los alimentos, el de la farmacia los remedios, y, supongo que serán vecinos, insumos varios. La táctica Rapunzel es tan efectiva como hilarante, pero la tienen clarísima. La soga es muy fuerte y los objetos suben a todo ritmo. Entonces yo las veo, y ellas me ven.
La parte más escalofriante es cuando la reja del balcón está cerrada. También la ventana. La cortina también. La luz de adentro, tenue. Y entonces, se corre ligeramente la cortinita y una cara se asoma, expectante, misteriosa, intrigante. Me siento en una peli de terror. Bah, terror no, las de misterio, que le dicen. O al menos así les decía la vieja revista de Cablevisión que me devoraba en los ’90. Pero no me aguanto y la veo, ella también.
A veces salgo a merendar al balcón, pongo música, me tomo unos mates y como el poco dulce que me queda. Confieso que estoy haciendo todo una o dos horas después y a eso le sumo que hago tiempo a propósito, esperando afuera el show de las 20:55. Siento que preparan todo el ritual. Es SU MOMENTO. Flasheo que previamente juegan mucho a las cartas, imagino chinchones furiosos. También que cocinan bastante, dulce y salado, ya que se lo cuentan a los vecinos que pasan. Me encantaría cruzarme y jugar a las cartas con ellas mientras saboreo una tarta de manzana. Pero no me quiero desviar de SU MOMENTO. Porque salen y yo las veo, y ellas también.
A las 20:55 se abre la ventana, también la reja y salen. Las dos. ¿O las tres? Se acomodan, observan, charlan con algún vecino que pasa y esperan las nueve en punto. Ahí entonces, aplauden, aplauden con ganas. Me siento en deuda con ellas y acompaño tímidamente, más después de aquel día en que bardearon a todos porque nadie aplaudía y me di por aludido. Sentí que era una indirecta hacia mí. En otra ocasión metieron el himno y después unos tangazos. Los de enfrente se coparon y al otro día pusieron música ellos. Al tercer día ya no hubo música, creo que fue culpa mía. Creo que era mi turno pero no me animé. Puse, pero bajito. No sé si escucharon pero ellas me vieron, y yo también.
Y así se termina el show. La luz se apaga. Cierran todo y nada se sabrá hasta el otro día. Ya no las veo más y ellas tampoco. Mañana tal vez me anime a saludarlas de una vez. O ellas a mí. Tal vez sientan que debo saludar yo primero por ser nuevo. ¿O ellas para darme la bienvenida? No sé, pero sin dudas las dos (¿o tres?) viejitas son mis mejores amigas de la cuadra.