En muchos casos se suele hablar con liviandad sobre las obras de arte. Es decir, uno asiste a eventos artísticos o ve una película, o lo que sea, y en muchos casos no logra dimensionar el esfuerzo y el trabajo que hay detrás de las obras. O las presentaciones, o como carajo se le quiera llamar. Eso no importa. Lo que sí importa, desde mi punto de vista, es la valoración o la concepción de la obra que haga o tenga el propio realizador. Destaco en este caso la figura del enunciador por sobre la del enunciatario, antes conocido como mero receptor. Esto quiere decir que a mí, personalmente, lo que me importa es el hecho de que el realizador considere que el concepto que pone en juego lo satisface en un momento determinado. En otras palabras me chupa un huevo si la gente va en masa a ver o escuchar algo; me importa que el responsable de la obra esté a cargo del proyecto artístico, y no que este sea controlado o manejado por los supuestos receptores del mismo. Tratando, a su vez, y en lo posible, de que las personas que asisten al evento o siguen el proyecto estén en una relación armónica con esa concepción por parte del realizador.
La multifacética banda Sig Ragga representa fielmente estos lineamientos, y es por eso que me han deslumbrado. Digo, musicalmente me parecen alucinantes. Si no está ese lazo musical, lo demás no se construye. Eso es así acá y en la China. No obstante, me parece fantástico el concepto que proponen (o han propuesto en los dos discos que llevan editados) y me resulta sumamente atractiva e innovadora, en tiempos de industrias culturales llevadas a su máxima exponencia, la concepción que tienen de una obra de arte.
En este caso un recital. El año pasado, a mediados de noviembre, los fui a ver al Uniclub del barrio de Abasto. La cuestión es que lo que vi en ese lugar dejó entrever que hay algo más flotando. Hay otras formas de entender el arte y la vida misma. No es todo tipos y tipas saltando y cantando. No es necesaria la interacción verbal entre la banda y la audiencia para generar un vínculo de cercanía. Y si aun así, sin comunicarse a través de la palabra, todo aquel o aquella que estuvo ahí se emocionó, cerró los ojos o bailó sin importar nada más que fluir a través de música, hay un ejemplo más que constitutivo de estas formas de hacer arte o de vivir. Es la síntesis entre las viejas formas de concebir a la obra, articuladas con nuevas formas de hacer música. Porque el género musical que sobrevuela la obra de Sig Ragga es el reggae. Sí, el reggae. Muchas veces asociado sólo a rastafaris, o gente con dreadlocks o a una repetición monótona de sonidos. Y esto no es el reggae. El reggae es absolutamente hermoso, y es dúctil como pocos. Es decir, es susceptible a ser combinado con otros elementos y resultar en música increíble. Pero bueno, la forma de combinarlo es subjetiva en gran parte. Y Sig Ragga vio esto mismo que estoy diciendo. Articuló al reggae con atributos de otros campos musicales distintos y se erigió sobre ese pilar.
Los Ragga se visten para los recitales. Se maquillan. Actúan, además de ejecutar instrumentos. Se vuelve muy difícil de interrumpir el desarrollo de la obra. Y claramente ellos no quieren que esto ocurra, por eso no hablan con la gente más allá de la música. Eso les da el poder. Bah, le da el poder a la obra. A la obra como un todo, como un compendio de elementos artísticos que van más allá de la música. Porque las lágrimas son parte de otro campo simbólico absolutamente distinto, y sin embargo logran articularse perfectamente, en algún que otro pasaje, con la obra en cuestión.