Una reconfirmación. Un “quiero hacer eso”. Ese tipo de cosas pasaron por mi mente el domingo ese en el que vi por primera vez a Massacre. Creo que merece la pena contextualizar: domingo de primavera, en el Partido de Malvinas Argentinas, en el noroeste del conurbano Bonaerense. Asqueroso estaba. Las nubes se posaban expectantes, odiosas, anaranjadas. Había olor a rayos. Yo estaba ahí súper embolado, y en la casa de mi novia. Mi ex novia. Por la casa daban vueltas los que para ese entonces eran mis suegros, y yo estaba inquieto. Preocupado.
Ya le venía reclamando a la mina en cuestión que la onda venía floja, o que no hacíamos nada los fines de semana más que dormir, comer y de vez en cuando polvear. Yo quería salir, quería escabiar, y hacer ese tipo de cosas que me gustan hacer. El tema era que la mina solía tener otros planes para el fin de semana. Y yo no oponía mucha resistencia. No reniego para nada, pero era así.
Cuestión que me debo haber puesto imbancable o algo así porque entró a internet, buscó cosas para hacer por la zona, y me tiró la data de un concurso de bandas en Tigre. Algo así como el Tigre Rock Festival. Mi respuesta fue inmediata. No me importaba qué, me importaba que hagamos algo juntos, que nos fuéramos de su casa y descansemos de los viejos.
Para allá nos fuimos. El lugar: el mítico anfiteatro del Parque de la Costa. En la puta vida había ido a ese anfiteatro. Pero nunca había visto nada en ese escenario. Lo único que se me vino a la cabeza es el recuerdo del “Muñeco” Mateyko presentando a Shakira, o a Ricky Martin, en un programa que iba los domingos por Telefé. Creo.
Nosotros ya sabíamos que iban a estar Massacre y Los Tipitos como bandas “trascendentes”, pero que la movida era para que las bandas del Partido de Tigre puedan tocar y puedan tener la chance, en caso de ser seleccionadas, de incluir un par de temas en un disco.
Me sorprendieron, al llegar, un par de cosas. Primero, que estaba Sergio Massa. Y segundo, que si había cien personas era muchísimo. Entre esas cien había mayoría de familias. Otro tanto, gente amiga de las bandas que fueron a hacerle el aguante, y nosotros dos. También me acuerdo que me sorprendió lo chico del lugar: por la tele parecía River. Bah, quizá me parecía eso porque era un nene, y los nenes suelen agrandar todo. Por lo menos eso dicen.
Como había muchas bandas, el escenario se dividía en dos. Cosa de que toque una banda, y a su término inmediatamente arranque la otra. Dos temas por banda. Las bandas me parecieron una mierda. De eso me acuerdo clarísimo. Habremos visto diez bandas, hasta que el escenario se empezó a preparar como para algo más importante. Siete de la tarde, y el cielo se venía abajo. Alguien que pone un muñeco con un casco. “Se viene Massacre”, dijo mi (ex) novia. “Sí, seguro”, respondí yo, restándole importancia. A ver, Massacre es una banda que a mí en ese momento me daba lo mismo. Me daba lo mismo si crecían, si se extinguían, si tocaban o no tocaban.
Y salieron los quías. Arrancaron con una base copada, sólo los que tocan instrumentos. Volumen al palo. Pero al palo, eh. A la mitad de la base, entró haciendo skate un gordo con calzas aleopardadas. Ahí ya me acomodé. Erecté mi espalda, y fruncí el ceño. La lluvia y los rayos, que estaban pegados a nuestras narices, se empezaron a retirar. Se abatataron. Cuando Walas saludó y preguntó si era ahí, incluso se prepararon a escuchar. No cabe otra: Walas cambió el tiempo. Alteró las condiciones climáticas por dos horas.
Massacre acababa de sacar “Ringo”, la cual sigue siendo su última producción discográfica, y acababa de explotar con “El Mamut”, el disco anterior. ¡Pero ahí no había más de cien personas, loco! Y nadie se mostraba entusiasta para recibir música que te sacuda el corazón y los malos humores. Mucho menos para dejarse atravesar por sonidos, y no volver a ser el mismo después de eso. Pero yo sí. Yo venía necesitando que me sacudan. A veces la vida, y los noviazgos se estancan, se rutinizan, y pierden condición de humanas. Pierden sorpresa. Y si te pasa eso, te querés matar. Es posta.
Así fue. Me reí muchísimo con el gordo, me volé la cabeza con las melodías y me pusieron a cantar como desaforado en los (pocos) temas que conocía. Y no fui el mismo. No soy el mismo después de ver eso. Toda esa energía junta, ante el escasísimo público y ante las condiciones climáticas catastróficas, se impregnó en mi cuerpo. La percibí, la recibí y se la entregué al aire. La devolví, porque yo no me la podía quedar. Era muchísima.
Vimos seis bandas más, dieron por finalizado el concurso y explotó el cielo. Abrió los ojos y se relajó. Los Tipitos no quisieron salir. Yo tampoco hubiera querido salir. No me voy a olvidar más de la sonrisa que se me dibujaba mientras corría debajo de la lluvia. Fue uno de los mejores domingos de mi vida. Y yo odio los domingos.