Cuatro Pesos de Propina: Una visita inesperada

No, no y no. Definitivamente no. No puede estar ahí, no tiene que estar ahí. Esa señora no debería estar ahí. ¿Cuánto tendrá? ¿60, 70 años? Tal vez un poco más, quizás algunos menos, pero la cuestión es que esa señora no debería estar, un viernes a la noche, en el piso de arriba de El Teatro de Flores viendo a los uruguayos de Cuatro Pesos de Propina. ¿Será la madre del cantante? ¿O la abuela del trompetista? Puede, también, que sea la suegra del guitarrista. ¿Quién sabe? Algún conocido debe tener en la banda, de otro modo no podría estar en el segundo piso, cerrado al público. Sin embargo, no es eso lo que importa, sino ella.

Ella, con el pelo medio amarillento, con su camisa de colores oscuros y su pantalón marrón. Ella, que, a primera vista, está en el lugar equivocado. ¿Qué hace la gente cuando llega a su edad un viernes a la noche? ¿No va al cine con el marido? ¿No tiene algún nieto para cuidar? ¿No se junta con las amigas de la infancia a jugar a las cartas? ¿O por qué no, a tomar alguna que otra copa? De ser así, entonces, este viernes hace una excepción y decide tomarse el colectivo e ir a escuchar a los yoruguas, que abren la noche con “No hay tiempo.”

Se la nota contenida, tímida, pero a medida que avanza el show, se va soltando, y entonces cuando suena “Esa mezcla de placer y dolor”, mientras la gente delira abajo, ella empieza con unas palmas. Sigue “Pirata” y canta «no todo lo que brilla es plata», con el rostro lleno de furia, siente la letra. ¿Tendrá la señora un pasado comunista? Llega el momento rapero de la noche, ya había pasado el ska, y con “Navegante” y “La vaca”, mueve los brazos, desafiante y parece una rapera yanqui, de esas del Bronx, (o como se llame ese lugar que siempre aparece en las películas). Se tranquiliza con “Mi revolución”, pero vuelve a rapear con “Caigo y me levanto.”

De repente, Flores parece un circo. “Ay que dura, está la calle…” suena desde el escenario con “Hoy sopa hoy” de Jorge Lazaroff, y el público descontrolado. La visitante inesperada, también. Baila, salta, agita los brazos.  Termina el tema y grita, chifla, parece fuera de sí. Recupera el aliento en “Maldita ciudad”, pero al ratito nomás tira unos pasos de cuarteto al compás de “La verdad de la milanesa.” Cuando en “Glú glú” se sientan todos, ella imita el gesto. Está en su salsa, sin duda. La debe estar pasando mejor que jugando al backgamon con las amigas. Toca, descontrolada, una batería invisible al inicio de “Que no te pierda”, y se emociona cuando los muchachos le dedican “Lará lará lará” a Spinetta. Vuelve a bailar, apasionada, con “Náufrago”. ¿Qué pensará su marido, que, azorado, la mira a su costado?

Y, finalmente, termina de entrar en trance cuando escucha “Sacamela (basta)” y “La planta”. Se cierra el telón, se prenden las luces, y respira, satisfecha, feliz. Salen los músicos y siguen tocando entre la gente, y ella acompaña, desde arriba, con palmas y gritos.

No, no y no. Definitivamente no. No puede estar ahí, no tiene que estar ahí. Esa señora no debería estar ahí.

Debería estar abajo, bailando.

 

Texto: Francisco Figueroa.
Foto: María Paula Villagra.

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