Tabaré Cardozo: Un crack perdido entre los cracks

Generalmente cuando una persona saca una entrada para  un recital sabe medianamente con lo que se va a encontrar. Si bien no puede preverse todo, hay cierta idea de lo que pasará. Tocarán tal y tal canción, el cantante hablará de esto, el guitarrista se lucirá con su solo en determinado tema, y el batero en otro, para finalmente cerrar la noche con un clásico, e irse bañado de ovaciones.  Sin embargo, por suerte, hay excepciones. Tipos que se van del guión, rompen el libreto, dibujan sobre la marcha.  Tabaré Cardozo es uno de esos: cada show del oriental es una caja de sorpresas, y el del domingo pasado en el Coliseo también lo fue…

Tan solo cinco temas pasaron para la primera sorpresa de la noche, cuando el uruguayo invitó al escenario a “un pibe que recién empieza”: nada menos que León Gieco. Después de “El Viaje”, y una versión hermosa de “El tiempo me enseñó”, el santafecino y su guitarra emocionaron a todos con “El desembarco”. A pedido de Tabaré, León se despacharía con “La colina de la vida”, para después hacer sonar su armónica en “La escalinata de la vanidad”. Ya sin Gieco, y acompañado únicamente por el bandoneón de Daniel Rosa, llegaría “Botija Maula”, un tango totalmente autobiográfico, con una presentación digna de stand up desatando carcajadas en el público.

Pero lo raro empezó después. Bastó que alguien le avisara que era el día de la madre en Argentina para que el uruguayo pida su celular y llame a la vieja en altavoz, con todo el teatro escuchando. Tras el intento fallido de saludo (primero lo atendió el padre, y luego la mama la confundió con su hermano Martín), entre risas, Tabaré corrió a sentarse a una butaca vacía entre el público, dejando el escenario solo para los músicos. Pasado el tramo más divertido de la noche, la paz volvería a la sala con “Señorita” y “El zaguán”.

Minutos más tarde llegaría el momento de lucimiento de los coristas (nombres de la talla de Emiliano Muñoz, Pablo Milich, Martin Cardozo) con “El umbral”.  Antes de “Dos novias” y “Barbosa” (temazo dedicado al arquero maldito del Maracanazo de 1950), el yorugua mostraría nuevamente su chispa como contador de historias. Al rato, el escenario parece convertirse en tablado con el segmento más murguero, y canciones como “El gitano”, “Montevideo” o “El murguero oriental”, transportan a todos los presentes al otro lado del río.

Llegando al final, con León nuevamente en escena, esta vez con un charango, suenan “Niño payaso” y “El gorrión”, y la felicidad se hace canción. Ya para esa altura las butacas no tienen numeración, y el coliseo es una fiesta con gente bailando en los pasillos y coreando cada estrofa, para cerrar definitivamente con “Uruguayos campeones”.

Después de poco más de dos horas de música y 28 canciones, la gente vuelve contenta a su casa, con una sonrisa de oreja a oreja. Y es entonces que se ve el gran logro de este crack uruguayo: el conseguir, aunque sea de vez en cuando, que los domingos a la tardecita (esas horas de nostalgia, de depresión antes de arrancar la semana) no sean tan domingos.

 

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