Festival Vinito y Amor en el Konex

Nada. Entre ellos no había nada. Arbolito y La Mississippi no tenían nada que ver. Entre el público de una banda y la otra tampoco había unión. Nada conducía a pensar que un día podían tocar juntos. Nada encaminaba a imaginar que un pibe y una piba, seguidores ellos de los grupos en cuestión, podían llegar a cruzarse en el mismo lugar. Para los que les gusta las explicaciones básicas se podría afirmar que los unió la música: el amor por el arte. Y no es que se caiga en una falacia si nos quedamos con lo dicho. Pero tampoco sería lo más atinado. Fue el vacío lo que sirvió de enlace. Fue la diferencia existencial entre ambos. Fue el apacible discurso de uno, con la prepotencia arrolladora del otro. El acta de comunión dice que a las dos bandas –por un rato- los unió la nada misma. Y a esos dos pibes también.

Arbolito se evidencia en sus canciones. No necesita demasiados preámbulos y explicaciones para dar cuenta de lo que lo define. Entre el cuidado de la naturaleza, el reencuentro con uno mismo y con el otro, y el reclamo de justicia social, se balancea el mensaje que transmite. Hay un saber popular que dice que nadie es indispensable para nadie: error. Agustín Ronconi lo es para Arbolito. Sin él la banda pierde. Toca instrumentos de vientos y de cuerdas con entera solvencia. La multiplicidad sonora que ofrecen es responsabilidad de ese cuerpo con rulos. El repertorio es la prueba empírica: “Volver”, “Vinito y amor”, “Pachamama”, “Sobran” son los clásicos que ponen al público en su mayor estado de efervescencia. Y ella baila. Cerca de una columna, por sí tenía que agarrarse de algo, abre su campera con dibujos de Kandinsky y se arremanga. Muy sencilla se despliega a lo ancho de dos baldosas. No es ni cerca la más linda del Konex pero él la mira. Sobre la baranda él apoya toda la fuerza de su cuerpo y espera.

El sonidista se pone tapones en los oídos. Ricardo Tapia, el cantante de La Mississippi, se presenta como los verdaderos dueños del rock: dice algo sin sentido. Tiene jean y zapatillas. En la baranda, ahí nomas del escenario, se amontonan varios mayores de 40. Se agarran fuerte, la usan de envión para saltar. El guitarrista toca como en el living de su casa: al instrumento lo masturba. Abre la boca, cierra los ojos, pone la cara de costado. Espera lo mejor de cada acorde. Una versión rabiosa de “Blues del equipaje” hace que los reflectores saquen humito de la remera de Tapia. Y la continuación con “Un trago para ver mejor” termina de decidir a ese pibe que miraba a la Arbolitogirl para ir a buscarla. Ella sin prejuicios acepta. La remera blanca de él tiene manchas y las zapatillas las tiene todas pisadas. Baila y canta a la vez. A ella la mueve como una marioneta. El blues, el rock, el folclore latinoamericano en una misma escena. Nada tienen que ver. Juntos se refugian en ese suelo de nada en el que se encuentran. Se hacen un hueco. Y bailan. Como sí nada.

FOTOS: Melina Aiello.

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