Título (no le hace falta)

«Es mentira que hay ganadores eternos,
muestran siempre un ganador,
pero la mayoría perdemos siempre;
todos perdemos, de vez en cuando ganamos»

El grueso de la sociedad, más allá de su condición económica o segmentación campo/ciudad, ha tenido, tiene y tendrá maestros y maestras a lo largo de su vida.

Estos pueden (o no) ejercer la profesión de la docencia tras cursar una carrera y en efecto recibirse. Pero indefectiblemente, por sobre cualquier título habilitante tienen la vocación indelegable de enseñar y potenciar a aquellas personas con quienes se vinculan, sea este vínculo más o menos esporádico.

Dentro de este género, podemos, a grandes rasgos, diferenciar dos tipos de especie: por un lado están quienes eligen ajustarse a la norma y no se corren ni agregan una carilla al manual con el que transmiten su conocimiento. Luego aparecen quienes eligen la disrupción: aquellas personas que llenan de entrelíneas los textos del manual al cual rara vez acuden, más no sea por pura formalidad de respetar un eje en el cual descreen, pero entienden que alguno de sus educadxs puede llegar a necesitar más que otros.

Esta tarea (la de subvertir), que puede tornarse gris y cotidiana para quienes no la disfrutan, es una función indispensable para vivir, como respirar o comer para estos paladines de la educación. Y ni por asomo se les ocurre distraerse de esta labor, la cual viven con pasión, sin esperar ningún otro tipo de resultado que la construcción del conocimiento en sí misma.

Sin embargo hay personas que siendo capaces de denostar esta tarea -inundada de nobleza y plagada de buenas intenciones- esgrimen en alto el estandarte del éxito constante y sonante, exigen trofeos en los cuales respaldar sus logros, de los cuales, usualmente, estos mismos detractores carecen.

Esta gente es capaz de criticar la ausencia de una vitrina repleta de galardones, esos que brillan lo que duran los flashes, tan efímeros como el instante que retrata una foto, pero que no necesariamente implica constancia o trascendencia.

Esta gente es capaz de criticar, hablando de galas, que alguien en su atuendo prescinda de lujosos trajes. No solo porque rara vez sea ternado a alguna entrega de premios, sino que, además, las aborrece (a las entregas y a los trajes también). No le interesa entallarse en fina seda, por si acaso alguna excepcional vez recibiera un trofeo, el cual no es más que una copa vacía, citando al gran Doc Hudson Hornett (1).

Esta gente, auténtica odiadora de pura cepa es capaz de preferir la inmediatez por sobre la permanencia, los resultados antes que el desarrollo, la foto y no la película, y la lista podría seguir.

Pero no hay que enojarse con ellos. Rehenes de un exitismo que les es constantemente esquivo y ajeno, sufren de grandes delirios aspiracionales mientras se creen un grano de arena “premium” en la vasta extensión del Sahara, para que se entienda.

Simplemente no entienden lo que es ser unx maestrx. Quien ha dominado la enseñanza de lo trascendental no está pensando en vestir exclusivas marcas ni visitar al modisto. Desde el alba hasta el ocaso visten con orgullo su uniforme, pudiendo ser éste un guardapolvo, un ambo o, quizás, un conjunto de entrenador. No se lo sacan ni para comer, ni para salir a la calle cuando termina la jornada.

Y aunque en algún momento, más no sea por necesidad de higiene, se quiten la prenda, siguen portando en sí mismxs, atrapados dentro de su propia piel, la capacidad innata de enseñar, de transmitir y conceder, de ayudar a construir – desinteresadamente – su conocimiento; de dejar huella, pero no la que se ve en el paseo de la fama en Hollywood… sino esa que queda impregnada como el mismísimo ADN en cada persona que transitó por su vida.

Eso es huella. ¿Lo otro? Lo otro es una fría losa de cemento que pisan centenares de suelas por día, invisibles. Esas que prefieren los odiadores, las que no nutren más que la vista, las que no te llenan de algo más profundo y permanente que lo repentino.

 

(1) Gran maestro de Lightning McQueen, quien le enseña también que la humildad es todo, la arrogancia es nada, y como correr en terreno pedregoso y doblar girando en sentido contrario.

 

 

Editado por Maru Lopes y Sergio Visciglia