Los daños colaterales de Cromañón

30/12/2004. Hacía ocho años ya que iba a todo tipo de recitales de rock. Multitudinarios, en antros, lugares lindos, lugares feos. En el año 2000 (creo) fui a Obras a ver a Divididos: un tipo en la platea encendió una bengala y los patovas lo sacaron cagando del estadio. Todos los puteamos por sacar al pobre tipo. En el 2001, nuevamente en Obras, fui a ver a La Renga. En un campo repleto, desde arriba me chorreaban restos del fuego de las decenas de bengalas constantes que solo me las frenaba, cuando se abría, una bandera gigante que tenía el olor a chivo más fuerte que sentí en mi vida. Desde abajo repiqueteaban centenares de petardos constantes que me hacían saltar más de la cuenta. Nunca tuve tanto cagazo en un show. Pero no salí de adelante del campo ni dejé de hacer pogo un instante. Alguna que otra vez lo charlé con amigos pero tímidamente, tal vez por temor a quedar como un flojito. Nunca prendí una bengala ni tiré un petardo ni nada por el estilo. La verdad es que yo les tenía tremendo cagazo, pero a nivel individual. Así y todo, nunca me quejé abiertamente del uso de bengalas en un lugar cerrado. Tampoco vi ninguna nota (y eso que en esa época me devoraba cualquier diario, revista, programa de radio o de TV que hablara de rock) en la que un periodista denuncie eso que se volvía tan común en los conciertos. Tampoco recuerdo declaraciones de músicos. Nunca te vi a vos quejarte. Ni a vos. Ni a vos. Pero era una locura. Y todos formábamos parte.

La placa de Crónica iba sumando números: 1, 2, 4, 8, 12, etc. Yo veía todo muy incrédulo junto a unos amigos en el restobar en el que laburaba. Cuando me fui a la fiesta que tenía esa noche, la cuenta en la tele decía 18 muertos. Al otro día me enteré de todo con más lujo de detalles. Ese fin de año, como muchos jóvenes de la ciudad, no salí a festejar. Las víctimas fatales, luego de unos meses, se cerraron en 194. Centenares de heridos, secuelas y familias destrozadas. Sin dudas, todas estas fueron las víctimas más directas con pérdidas irreemplazables. No quiero agregar nada más a lo que todos ya hayan leído hoy (y desde hace diez años) en las secciones policiales, sociales y políticas. No me sale escribir eso, no me siento en condiciones y no creo que aporte nada. Me adentraré en el plano del rock, que es a donde parecen querer ir hoy mis palabras.

He visto en 2005 cerrarse decenas de lugares de rock. De a poco los más conocidos fueron volviendo, pero algunos no regresaron más. La ecuación no cerraba. Las bandas eran demasiadas. Casi no se podía tocar y el paradigma se modificó. Los pocos productores y dueños de boliches que “sobrevivieron” encontraron un negocio redondo que solo aumentó la brecha entre ricos y pobres. Durante años la lógica se redujo a Mega Festivales en los que preponderaban las bandas reconocidas y el todo bien. Las bandas que ya lograban convocar miles de personas o que ya tenían algunos hits en la radio se consolidaron, las grandes productoras y las discográficas ya habían dejado de apostar por lo nuevo y profundizaron aún más aquello de optar por lo seguro. Los mismos actores se viralizaron por todos lados y salvo excepciones que no llegan a contarse con los dedos de una mano, nada nuevo emergió.

El under, ese bastión que forjó una nueva ola post dictadura en los ’80, y una camada independiente y contestataria en los ’90 (en ambos casos, mal que pese, con Chabán a la cabeza), sencillamente casi que desapareció. He visto muchos grupos de calidad brillante y hermosas canciones perecer ante la falta de oportunidades y lugares donde mostrar su arte. No se podía tocar. He charlado con más de 300 bandas para mi programa de radio Al Borde del Tiempo, para la web Soles Digital o para la web El Bondi, y la mayoría expresaba cierta desesperación al no lograr encontrar una forma de manifestar su música. El rock under fue (y muchas veces todavía es) una mala palabra. Y allí empezó el vacío. Los críticos “especializados” exclamando que no había buenas bandas nuevas, que no había creatividad, que el rock argentino no existía. MENTIRA. Cientos de bandas muy buenas empujaban constantemente pero, como una cruel y triste coincidencia metafórica, la puerta estaba cerrada.

Así entonces, no fue extraño que buenas bandas uruguayas ocuparan un lugar vacío en nuestra ciudad, o que aparezca la ola “desenchufada” encabezada por Onda Vaga, o la cumbia moderna palermitana. Recién entre 2013 y 2014 emergieron artistas que, si hubieran estado las condiciones, lo podrían haber hecho mucho antes. Algunos por suerte aguantaron y salen al sol hoy, pero muchísimos quedaron en el camino.

30/12/2014. La era post Cromañón (seguimos viviendo en ella lamentablemente), diez años después, encuentra inspectores del gobierno que clausuran lugares a mansalva con excusas irrisorias, centros culturales que no logran habilitarse, boliches que cobran fortunas a los músicos para que puedan tocar, bandas que se cagan en sus colegas y compiten en lugar de cooperar, productores chupasangre que le sacan la guita a los músicos, periodistas dinosaurios que reniegan de todo lo nuevo, y productoras y discográficas que intentan sobrevivir exprimiendo hasta el último jugo posible del negocio.

La era post Cromañón, diez años después, también es testigo de las nuevas camadas de grandes músicos y grandes bandas que aparecen, y con ellos nuevas camadas de productores y periodistas. Y crecen las luchas por una Ley de la Música y una Ley de Centros Culturales, por ejemplo. Y también hay artistas que se juntan y cooperan entre ellos para crecer.

La era post Cromañón, diez años después, encuentra a los actores principales de la tragedia en diferentes lugares. A algunos exintegrantes de Callejeros arriba de las tablas, a otros a punto  de volver, y a otro preso por matar a su mujer. A Aníbal Ibarra, jefe de Gobierno en 2004, legislando. A Omar Chabán fallecido. Al manager de la banda y al dueño del lugar en prisión. A recitales multitudinarios en los que aún se encienden bengalas. A 194 personas que ya no están. A familias destrozadas que nunca olvidarán. Pero además a centenares de músicos haciendo malabares para crecer en un mundillo bastardeado. Y también a centenares de músicos que pertenecieron a bandas que ya no existen, que tenían un sueño y no lo pudieron cumplir. Ellos también, en cierta medida y de otra forma, son “víctimas” de la era post Cromañón.