El violinista del Amor y los Pibes que Miraban: Sin dios, ni amo, ni trombón

Si fuiste a ver el recital de El Violinista del Amor y Los Pibes que Miraban a La Playita, cerca de la Estación Lacroze, sabés de la excursión que empieza tocando el timbre de una puerta que no tiene ningún cartel, saludando con un beso a la desconocida que te abre, y cruzando un pasillo. También sabés que ahí hay un patiecito lleno de plantas en el que podés fumar tranquilo antes de que empiece el show y, si estás muy ansioso, aprovechando los movimientos de la cortina, podés espiar lo que hay del otro lado. La Playita es un lugar chico con buena acústica, un galpón en el que, con toda la furia, no entran más de ciento cincuenta personas. Si llegaste temprano podés elegir ubicación entre dos o tres mesas con sillas, un par de sillones como los del living de cualquier casa de familia y alguna que otra reposera de las que se usan en la playa. No hay escenario: los artistas tocan ahí nomás. Los que van llegando después se sientan en el piso, a los pies de los músicos, o se quedan mirando desde atrás, amontonándose de a poco.

No parece haber otra forma de entrarle a esta banda que no sea dando un viajecito en el tiempo. A primera vista los músicos llaman la atención por sus atuendos tomados de personajes de la guerra civil española: un cura, un obrero, un campesino, un partisano; tiradores, barbas descontroladas y patillas de hace más de medio siglo. Combatientes antifascistas que en lugar de fusiles descargan ráfagas de guitarra, mandolina y banjo. De eso trata su último disco Contra los fantasmas: son “canciones e himnos de revoluciones que no fueron”, de tradición popular europea, extraídas de la cultura aquellos años.

Pero no todos son cantos antiguos de la guerra civil para los pibes que miraban: arrancaron el show con algunos temas propios. El primero fue el inédito “El Castro de Neixon”, y le siguieron “Es lo que hay” y “Canción para mi cabeza”, desplegando un aura de melancolía que se iba a disipar rápidamente con la enérgica y también inédita “Me cago en el barco que me trajo”.

Ahí nomás empalmaron con su versión instrumental de “La Internacional”, invitando al público a ese viaje en el tiempo del que hablábamos. El tema se lo dedicaron al ex trombonista, que recientemente abandonó el grupo. Aunque su sonido sin duda tiene un valor importante en el último disco, hay que decir que en el show no se lo extrañó. La banda es ahora un cuarteto. El cantante es Nicolás Esperante, que también toca la guitarra española y el banjo. El bajo está a cargo del histriónico Pablo Maillie, el baterista es Eduardo Renzi y el versátil Nicolás Valdés se reparte entre la mandolina, el acordeón y el banjo.

Después del himno socialista sonó “El paso del Ebro”, que recoge las coplas tradicionales que surgieron de la batalla más larga de la guerra civil española, y las escupe con un ritmo muy poderoso y contagioso. Con la misma tónica se encadenaron primero “Paloma”, gran canción de protesta del cantautor español Chicho Sánchez Ferlosio, y luego una versión en clave de tarantela de “La mala reputació, del francés Georges Brassens.

El tema “Saltando de alegría, que encabeza el disco homónimo de 2011, funcionó como introducción para el momento de los boleros: un par de versiones muy particulares de “Pídele a dios que me muera, clásica canción de odio (o de amor, si es que acaso son lo mismo) de Armando Manzanero; y de “Ella ya me olvidó, del eterno Leonardo Favio.

El cierre volvió a transportar al público a esa otra Europa convulsionada de hace casi un siglo. La interpretación del canto de resistencia antifascista originario del norte de Italia “Bella ciao fue verdaderamente especial: empezó lenta, suave y susurrada y fue tomando fuerza y velocidad, que fueron en aumento y terminó con un ritmo y una energía desenfrenados que se fue contagiando al público que se unía a los coros. Se despidieron con “En la plaza de mi pueblo, otro tema tradicional español, acompañada sólo con guitarra, palmas y coros.

El violinista del amor y los pibes que miraban demostró que no le hace falta ni dios, ni amo, ni trombón para sonar tan bien como siempre.