El último indio vivo

¿Nunca estuvieron de noche contra la pared, con las manos en la nuca y obligados a quitarse muñequeras, guantes y demás, por el capricho policial de acusarlos de vagancia, de portar armas cortantes, y hasta averiguación de antecedentes? ¿Nunca tuvieron que plantarse delante del patrón que les exigía cambiar su look personal, o ante los directores del colegio teniendo que justificar la portación de talismanes satánicos? ¿Nunca enamorados de alguien y se decepcionaron ante el choque prejuicial sobre sus ropas tenebrosas o el eufemismo de “si te cortaras el pelo serías lindo”? ¿No sienten que trabajan para empatarle a la vida cada mes, y ver si pasan el alargue y llegan a los penales apostando todo a la suerte, tan solo para avanzar de ronda? Si no pueden afirmar ninguna, los invito a leer otra cosa, dado que difícilmente capten la esencia de esta crónica y de la propuesta del acto principal.

Se corre el telón, el humo seco invade la zona inferior del escenario, los juegos de luces agitan al ritmo de la trepidante introducción de batería. Un logo luminoso, cual el archiconocido de Kiss, deja leer en tipografía hermetiquiana: Scottus. Es lógico y esperable que el centro de la escena sean las baquetas a un bombo con doble maza, y un hombre de lentes oscuros, de aparentes más brazos que lo normal. Pero lo que no es esperable sucede a continuación. El tiempo se detiene, y el viaje a través de un túnel nos lleva a un lugar indefinido, entre el Londres thatcheriano de la década del ochenta, donde entre humo, sudor y camperas de cuero surgían los mejores riffs del Rock, y el Buenos Aires noventoso de advenimiento menemista, donde entre precariedades, pasión y camperas de cuero, iba tomando forma un Metal acriollado, rioplatense.

Ahí nos coloca la música y el ambiente creados en el Roxy, la noche del Viernes Santo. Porque por siempre Tony Scotto llevará la marca del “descarriado”, y con ella la imagen heavymetalera romántica que conserva la esencia pura del movimiento. Scottus nos recuerda la singular velocidad y melodía que desarrollaba Hermética en sus comienzos. Todo aquello está presente hoy en las composiciones propias del baterista y su actual trío. Porque en sus letras se habla de barrios trabajadores como Mataderos, Piedrabuena, Villa Ballester o Paternal, con sus personajes particulares incluidos. Porque en su sonido (impecable y contundente de percibir, gracias a la acostumbrada prestancia del Roxy) se encuentra el dificilísimo punto justo de gracia, ese de sumar a la banda autora de “Sepulcro Civil” con Motörhead, y sin caer en lo “cualunque”.  Y como todavía se ve que la agrupación está en desarrollo inicial, mechan versiones de otros artistas que refuerzan nuestro viaje.

“Breaking The Law”, “Bark At The Moon”, “Metropolis” o “Iron Fist” nos recuerdan que no era para tomarse a pecho las incontinentes declaraciones de Tony en el documental de la “H”, acerca del inglés de uno de sus compañeros de antaño. Más fácil quedaron “Tiempos Metálicos” o “Días Buenos, Días Malos” y algunas de las que el propio portador de los palillos, grabara originalmente para pasar a la posteridad de la historia del Metal nacional: “Desterrando A los Oscurantistas” o “Masa Anestesiada”.

Todo sonaba nítido: instrumentos, cortes y arreglos. Todo acompañado con un juego de luces impecable y acorde. Podemos decir que lo de Scottus es una fiesta para pocos, para los que pueden captar la esencia de estar ajenos al tiempo de las mil voces que intentan tapar la ruina de la vida actual, con su número masivo y cautivo de persecuciones materialistas, repetitivas y estériles de contenido espiritual. Vacías de verdadero amor por algo o alguien.

Tristemente, el viaje empezó a dar señales de estar terminándose cuando el poderoso trío reinterpretó a formato de bis, —como en los antiguos tiempos cuando se pedía nuevamente otra y el artista repetía una ya ejecutada—, la canción original de Motor V “El Ultimo Indio Vivo”. Y fue cortado de raíz cuando el colectivo de vuelta al hogar no lograba adelantarse al hediondo camión de recolección de residuos. No suficiente esto, un selecto pasajero, luciendo su oficial remera de Boca Juniors, me trajo definitivamente de vuelta al Buenos Aires 2015, al ritmo tropical de su androide sin auriculares. Una explicación más para entender por qué en el Roxy éramos apenas un centenar de nostálgicos románticos, y afuera millones bajo la creencia oficial del país del Papa, con afán de inventar platos de comida, para evitar la tradicional carne roja.

TEXTO: Jota Pé.