Moacir Barbosa: Tristeza nao tem fim

“Arranqué por la imagen que a mí mismo me cautivó la
primera vez que alguien me puso al tanto de esa historia:
once jugadores vestidos de celeste en un campo de juego,
rodeados por doscientos mil brasileños con los aplastan con su griterío furioso,
a punto de empezar a jugar un partido que no pueden ganar nunca.”
Eduardo Sacheri- Una sonrisa exactamente así

 

Hay historias tan grandes que esconden en sí mismas otras historias. Y esas otras historias son a la vez tan fantásticas (por lo tristes, por lo increíbles, o por el motivo que fuere) que disparan nuevas historias, algunas en forma de cuento, o de película. O de canción… La del Maracanazo es una de estas grandes historias. Y la de Moacir Barbosa, una de esas “subhistorias” que el gran Tabaré Cardozo plasmó en la canción que lleva su nombre.

“La noche está de luto, la fiesta terminó, el mundo no comprende que pasó, con el campeón. La calle está desierta, el sueño se perdió, el llanto de un borracho es un montón, de maldición…”

Río de Janeiro -Domingo 16 de Julio de 1950- Llegada la noche, todo Brasil es un llanto. Los editores de los periódicos no saben qué hacer con el “BRASIL CAMPEÃO” impreso en los titulares del lunes, así como algunas horas antes Jules Rimet, presidente la FIFA, no supo qué hacer con su discurso, que vanagloriaba a los campeones verdeamarelhos (en está ocasión, de casaca blanca, la cual jamás volverá a ser usada). Tampoco sabían que hacer los muchachos de la banda musical que tocarían el himno del ganador, pues la partitura del himno uruguayo no figuraba en sus cuadernos. ¿Estarán celebrando los dirigentes celestes qué, en la previa al partido, habían pedido a sus jugadores que “pierdan por poco”? Contra todos los pronósticos, los campeones del mundo no hablan portugués y toman mate en lugar de caipirinha. El 7 a 1 a Suecia, y el 6 a 1 a España son parte del pasado. Ya Ghiggia sentenció el segundo gol charrúa (el empate incluso favorecía al local) para dar vuelta el encuentro y torcer la historia para siempre. Por las calles cariocas corren ríos de lágrimas, se escuchan leyendas de suicidios y de relatores que abandonan su oficio para siempre…

“Un viejo vaga solo, la gente sin piedad, señala su fantasma sin edad, por la ciudad. Su sombra corta el pasto, del Maracaná, repasa la jugada en soledad, mil veces más…”

Toda gran tragedia necesita un culpable. Y está no fue la excepción. Moacir Barbosa Nascimento, 29 años, 1. 74m de altura, guardameta del Vasco da Gama. ¿Qué habrá pensado Barbosa cuando iba a buscar el balón a la red tras el remate de Ghiggia, con el Maracaná en absoluto silencio? ¿O qué se le habrá pasado por la cabeza apenas unos segundos antes, cuando dejó descuidado el primer palo, dando lugar a que la pelota se cuele justo ahí? ¿Habrá imaginado que sería él quien pagaría el pato, y que su nombre pasaría a formar parte de la lista negra del futbol brasilero? ¿Qué tristezas inundarían su cabeza cuando, ya retirado, Moacir trabajara cortando el pasto en el mismo estadio donde arrancó su ruina? ¿Sabría ese hombre de tez morena, oriundo de Campinas y aprendiz de carpintería, que aquel domingo “empezaba a morir”?

“Cuida los palos Barbosa del arco del Brasil, la condena del Maracaná, se paga hasta morir. Quema los palos Barbosa, del arco del Brasil, la condena del Maracaná, se paga hasta morir.”

Cuenta la leyenda que el brasilero había sido elegido como mejor portero del Mundial por los periodistas de aquel entonces. Poco sirvió, su sentencia ya estaba escrita. Cuenta la leyenda que una vez retirado, vivió con lo justo, con pensiones mínimas, y que cuando cambiaron los arcos del Maracaná, pidió los palos de la desgracia y los prendió fuego con afán de “exorcizar su maldición”. Cuenta la leyenda que un día una mujer que lo cruzó por la calle lo señaló y le dijo a su hijo que aquel era “el hombre que hizo llorar a todo Brasil”, y que cuando quiso ir a visitar a la selección brasilera  a la concentración en las eliminatorias para el Mundial 94´, Zagallo le negó la entrada porque traía mala suerte.  Y también cuenta la leyenda que alguna vez, ya mayor, confesó su tristeza con estas palabras: “En Brasil, la pena mayor por un crimen es de treinta años de cárcel. Hace 43 años que yo pago por un crimen que no cometí.”