Indio Solari: Un amor salvaje y el pulso del trip

En su canción Shopping disco-zen (1993, Lobo Suelto), el Indio Solari -la figura más convocante de la historia de la música nacional- anunciaba: “Tengo buenas y malas noticias para vos”. Ese es, justamente, el camino que esta nota elige transitar.

I

Un público respetable

Probablemente nadie, nunca, se olvide de la primera vez que escuchó a una masa de gente bramar a su alrededor: “Los Redondos es un sentimiento/ No se explica, se lleva bien adentro/ Y por eso, te sigo adonde sea/ Soy Redondo hasta que me muera”. Hasta que me muera, sí, porque todas las grandes pasiones tienen ese componente trágico que las refuerza y las ratifica, y muchas veces, las termina exterminando.

Visto desde afuera, absolutamente todo lo que hacemos es completamente absurdo. Así como para un ateo es ridículo ir a misa, lo mismo pasa con un recital del Indio Solari (la gran diferencia es que, en nombre de la religión redondita y de ricota, no se libró ninguna guerra). Entre los detractores más extremistas, por un lado están los músicos y por el otro los asumidos “no-ricoteros”, a secas. En ambos grupos, siempre es fácil detectar un dejo de envidia: envidia porque todos los personajes públicos o semi-públicos quieren ser exitosos (que canten sus canciones, que se agoten sus entradas, vivir de lo que les gusta hacer, y un sinfín de etcéteras), envidia por no animarse a darse vuelta con sustancias baratas como esos pibes que chapotean en el barro sin mucho más de que preocuparse y, más que nada, envidia por no atreverse a disfrutar algo que hace felices a muchos. Es como si eso, automáticamente, invalidara el fenómeno por ser (¡qué asco!) de masas. Es que, para quien mira toda la fiesta de afuera sin buscar la emoción verdadera, no se ve más allá del chori y del fasito compartido en el desayuno, de la cultura del aguante. Y sin embargo, señoras y señores: acá hay mucho más que eso.

El sábado pasado, el Indio Solari tocó por primera vez en Gualeguaychú, municipio que pertenece a su provincia natal, y batió todo tipo de récords: “el show pago más concurrido de la historia de la música nacional”, miles de micros, combis, autos… números y más números, y detrás de todo eso, está lo único que cuenta en esta historia: la gente. Entre todos ellos, los que saludan a los micros que llegan a la ciudad; los que comparten hielo, Fernet, mate o lo que haga falta para una justa redistribución de la riqueza festiva; los nenes a caballito mirando incrédulos esa interminable cantidad de adultos felices que ahora se asemejan a sus compañeritos de jardín alrededor de una piñata; los que ayudan a los que andan en muletas o en silla de ruedas a atravesar el mar de personas; los que asan hamburguesas para una multitud hambrienta; los piropeadores respetuosos; esa inmensa masa heterogénea que, además de trasladarse y pagar transporte y entradas de tres cifras, pone lo mejor de sí porque sabe que esa es la única manera de que todo funcione, la única forma de estar verdaderamente a gusto. Mejor dicho, de que todos estemos a gusto.

El pasado 12 de abril, lo que se compartió en las horas previas al show -más que vino, cantitos sobre “copar la luna” y abrazos- fue la alegría y el bienestar generalizados. Y eso, cuando hablamos de 170 mil personas comportándose como verdaderas damas y caballeros del rocanrol del país es, mínimamente, para destacar.

II

El barro se hace cruel, nos viene a sepultar

Pasadas las ocho de la noche, la peregrinación desde la costanera hasta el hipódromo se desarrolló de la misma manera que el resto del día: en paz y sin policías, que casi siempre termina siendo un sinónimo. Sin embargo, al llegar al inmenso predio el color de la fiesta cambió: la bienvenida la daba un barrial interminable que se prolongaba hasta el escenario y volvía dificultoso encontrar una ubicación en el campo donde no hundirse (literalmente) en el barro. Según cuenta la injustificable historia, los días previos al recital llovió sobre Gualeguaychú y la tierra que emplearon para nivelar las más de ocho hectáreas del terreno lo convirtió en un pantano que se encargó de “chupar” zapatillas durante toda la noche, de incomodar al público constantemente y de apagar un poco el fuego del pogo más grande del mundo.

Si bien es cierto que todos los que deciden presenciar un recital del Indio saben a que se atienen (viajes interminables seguidos de caminatas que pueden llegar a los 10 kilómetros y que, al fin y al cabo, terminan siendo anecdóticos) nadie está preparado para una falta de respeto de semejante magnitud. Sobre todo, cuando se trata de algo eludible. Ese “público respetable” mencionado anteriormente llegó a Entre Ríos desde todos los rincones del país y merecía, por lo menos, las condiciones mínimas e indispensables para disfrutar de un show. Esta vez, ni el Indio ni su producción pudieron estar a la altura del evento que intentaron organizar.

En el mismo orden de cosas, el sonido también dejó mucho que desear. A la altura de la primera torre, contando desde el escenario, ya era evidente el desfase entre la voz y los instrumentos que molestó a los oídos más atentos en varios momentos y por el que el mismo Indio se excusó promediando el recital. Sin embargo, más allá de las cuestiones técnicas y de las desprolijidades con respecto a la organización, hay un factor musical y emotivo con respecto a esa voz y a esas canciones que lo supera todo.

La lista de temas del “12A” fue bastante particular. En todas sus anteriores presentaciones de discos (El tesoro de los inocentes, Porco Rex y El perfume de la tempestad), el Indio y los Fundamentalistas del Aire Acondicionado abrieron el show con la primera canción del álbum en cuestión. Claro que, como siempre hay una excepción a la regla, en Entre Ríos la ceremonia comenzó con “Nike es la cultura” de su primer disco solista (2004). Le siguieron “Chau Mohicano” y “A los pájaros que cantan sobre las selvas de Internet”, ambas del flamante Pajaritos, bravos muchachitos (2013), que le dieron paso a las primeras tres canciones redondas de la noche: “Fusilados por la cruz roja”, “Me matan limón” y “Unos pocos peligros sensatos”. Si bien en su anterior show, en Mendoza, la lista se compuso de 17 canciones de los Redondos y 10 de su carrera solista; esta vez sucedió todo lo contrario: 18 canciones del Indio vs. 10 de los Redondos.

Entre las canciones del nuevo disco, hay dos que ya fueron adoptadas por completo por el público ricotero. Por un lado, la maravillosa “Había una vez…”, que seguramente sea una de las letras más lindas y simples que el Indio haya escrito en su vida (“Con los puños en alto deseando, al final, hacer la revolución con una canción de amor”) y que parece haber ocupado, al menos en este último show, el lugar del hit de Porco Rex “Flight 956”. Por otro, “La pajarita pechiblanca”, canción que cierra el álbum y cuya música fue compuesta por Sergio Dawi, Daniel «Semilla» Bucciarelli y Walter Sidotti; la excusa perfecta para que 170 mil personas vean, por primera vez o después de muchos años, al saxofonista, el bajista, el baterista y el cantante de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota tocando sobre un mismo escenario. No hace falta decir que este reencuentro fue el momento más emotivo del recital; además de “La pajarita”, hubo lugar para ese himno descerebrado y feliz que es “Ya nadie va a escuchar tu remera” (Oktubre, 1986) y el festejado inédito “Nene-nena”.

Algunos otros puntos altísimos del sábado fueron la interpretación de la ex Blacanblus Deborah Dixon del “Blues de la libertad” (Luzbelito, 1996) con esa voz tan femeninamente cruel que logró subir la temperatura de la fría noche entrerriana; la emotiva “To beef or not to beef” (El tesoro de los inocentes) con ese “Pensando en vos siempre” tan sincero; y el “Vamos negrita, baila hasta el fin/ Vamos negrita, hacelo por mí” de “Caña seca y un membrillo” (Lobo suelto, Cordero atado, 1993) que seguramente llegó hasta el infinito coreado por miles y miles de voces. Para el final, la canción que avisó, hacia fines de los ’80, eso de que el futuro llegó hace rato (“Todo un palo”) y, por supuesto, la del pogo más grande del mundo: “Ji Ji Ji”.

Una última consideración: el “No lo soñé/ ibas corriendo a la deriva” prácticamente da ganas de llorar, pero esas cosas no se explican, mucho menos con palabras; quizás se asemeje a una explicación un apretón de manos para no perderse entre la gente o cantarlo mirando a los ojos a la persona que está con vos, igual de desquiciada por lo frenético del momento. Pero en cualquier caso, ese otro también está ahí: en un recital del Indio, más que nunca, es el cuerpo el que testimonia.